Aquiles o el Odio
Lentas, muy lentas, construyen sus rutas cada noche. Y como cada noche, rodeado del silencio que brota de quebrados huesos, su mirada se pierde en ellas mientras el palio oscuro le devuelve el vago recuerdo de unos dioses ya olvidados. Más que recuerdo es un amargo sabor que se aposenta en la garganta y que ya no desaparece en el ritual de la noche.
Aquiles había aniquilado al sueño, quizá su última gran victoria. No recuerda cuándo y cómo fue, pero sí, sabe que como en todos los combates anteriores, él, el Gran Aquiles, había salido vencedor.
Atrás, muy atrás en su memoria, estaban esos dioses que ya emigraron y que ahora se dibujaban como leves quimeras tímidamente alentadas por el lejano y mortecino fuego de las damas errantes. Sí, recordaba esos tiempos acortados cuando los días no se perseguían y las esperanzas se enraizaban en el monte Pelión, donde el profeta le dio a elegir y su mano se mostró tan recia e invulnerable como su voluntad; cuando Tetis coronaba sus victorias con el enamorado nácar que Poseidón arrancada de los fondos marinos; cuando no tenía que inventar el rostro de Ulises y Antíloco aún no lloraba en su hombro. Todos vanos recuerdos, mezquinas coronas de hojas de triunfo sobre el sueño.
Cada una de esas noches, cuando llegan las viajeras de tímidos brillos, Aquiles comienza el ritual de verter la sangre de Héctor sobre la tumba. La tumba que ya no es la de Patroclo, que ya es su propia tumba, y de la que se levanta su sombra en densos girones de odio. Porque Aquiles, sobretodo, odia. Odia al tiempo que se alarga y lo recluye en el eterno ritual alentado de memoria; odia a los dioses que entre risas y miradas complacientes le engañaron con acertijos y trajines ya resueltos; odia mirar al mundo que se tornó gris porque se apagaron los ojos de Patroclo… odia todo cuanto le rodea. Y más que nada, se odia a sí mismo, con furia, el estafador que asesinó en certeros golpes al tiempo, el miserable que hundió la mortal espada en sus pobres sueños.
Mientras Aquiles odia, la noche, eterna, pasea ajena, sin rozarle, sin ya mirarle, llena de inmisericorde olvido. Salvo ese odio al que se aferra, nada más hay en sus gastadas manos. Pentesilea nunca ya levantará sus ojos en un último signo de admiración mientras su vida se escapa por el desgarrado pecho, y Memnón no será una vez más el ánfora donde vierta las furias que le abrasan. Siquiera tiene el verbo de Patroclo para contener al gemelo que le aterra.
Termina cansado, arrastrado entre las frías y duras piedras, las mismas que amanecieron ayer en sus ojos y que amanecerán dando forma al mañana, las que de tanto rodar por erguidos mares perdieron la forma de los sueños que las habitan. Eso es lo que queda, todo se ha marchado, todo fue vencido, todo, incluso el sueño.
Aunque no todo ha muerto. Cada noche en esa isla, una sombra nace de un ritual de sangre ajena, una sombra que aún puede elegir la tortuosa e inmediata textura de sus grises ropajes… o el quebrado recuerdo del Gran Aquiles… o el odio.
Te prometo amigo mío que en esta ocasión me he identificado con el melancólico dibujo que has hecho de un hombre que en realidad no odia, aunque él lo crea así, es simplemente que se ha cansado de vivir y ya solo busca revivir, solo eso.
Es tan fácil leer este texto que lo he repetido hasta tres veces y es fácil que, a lo largo del día, vuelva a retomar la lectura; es triste y me gusta por eso, no es una tristeza impostada, es algo aceptado y por eso me identifico con los sentimientos y las actitudes que has descrito.
A veces digo que algo que he leído es perfecto, pero esto vas mas allá, es un relato que se integra en el alma de una forma muy suave y aletea por dentro en total libertad, ha sido una hermosa experiencia.
Herman Hess decía algo así como que cuando se odia algo, en realidad sólo se odia algo que está dentro de nosotros mismos, algo que somos. Es fácil así llegar a cansarse de uno mismo si ese sentimiento galopa libre por nuestro ser. Cansarse de vivir… bueno, prefiero eso que apuntas de revivir, aún es temprana la mañana y hoy la comencé con una sonrisa.
Algún día me harás pensar que tengo cierta maña con el arte de las palabras, y entonces tendré un problema.
Gracias, mi querido amigo, dejas tantas cosas por aquí…
Hermosas palabras, un «eco» diferente, nuevo de un mítico pasado… Aquiles se hizo inmortal o quizá el inmortal es su odio.
Esos versos de Octavio, grises. Hermosamente grises, sin corazón, hace frio.
Gracias Juan, un beso
Sí, hacía frío ayer en la mañana, mucho frío, y el mundo andaba gris… Gracias por llegarte…