Un Barquito
Hace mucho tiempo, en una lejana ciudad, ocurrió algo sorprendente, el tiempo se detuvo. Pero no se detuvo como solemos imaginar, dejándolo todo congelado. En realidad lo que ocurrió es que se detuvo únicamente para los seres humanos, como si todos ellos hubiesen desaparecido. Pero no todos, todos menos dos, la pequeña María y el pequeño Iván. Por alguna razón, para nuestros dos pequeños amigos todo parecía seguir transcurriendo igual, salvo por la inexistencia de otros seres humanos. A su corta edad, aquella circunstancia, más que un inconveniente, era en realidad una magnífica oportunidad para explorar su mundo lejos de las absurdas reglas que el día a día les imponía.
Nuestra pequeña María aún no lo sabía, pero era una hermosa criatura, de intrincada y rizada cabellera, vital en su ánimo y carita sin igual, llevaba siempre fuego en el alma. Estuviese donde estuviese se deleitaba con los tesoros que en forma de detalles el mundo, la vida, a sus insaciables sentidos le ofrecía: el color de la luz reflejada sobre una piedra, el jugueteo de las aves en el atardecer, una diminuta flor apenas apoyada en la pared, las canciones del agua y del viento, una pequeña araña en su tela… Tales cosas alentaban ese fuego de su alma, cuya máxima expresión era una sonrisa que provocaba envidia hasta al mismísimo sol; cuando la pequeña María sonreía la luz del mundo se tornaba más cálida y amable; cuando sonreía, el mundo era más feliz. Nuestra pequeña María quería adornar ese mundo con todos sus detalles, centrar la idea importante y resaltarla más allá de su uso, simplemente para que ese propio uso fuese alimento a los sentidos. Nuestra pequeña María quería ser arquitecto.
El pequeño Iván, si bien más austero en la expresión, no quedaba a la zaga en esos ánimos de espíritu. Su mundo estaba más cercano a los sueños que a las palabras, y gustaba de los espacios abiertos, solitarios y silenciosos donde su imaginación encontraba el mejor taller de perfilado. Decían que el pequeño Iván sólo sonreía por sus ojos. Nuestro pequeño amigo soñaba con arreglar el mundo, cualquier cosa del mundo, con ingenio e imaginación. Nuestro pequeño Iván soñaba con ser ingeniero.
La ciudad donde vivían nuestros pequeños amigos era una increíble ciudad, llena de cosas increíbles: calles, parques y jardines de ensueño, castillos de cuento y catedrales de luz que parecían haber sido estiradas hasta el cielo, plazas donde los pequeños gorriones se bajaban hasta las manos de sus habitantes… cosas increíbles. Tras corretear libremente esos espacios, acertaron ambos a dirigir sus pasos hacia una arboleda cosida a la orilla de un río, en la falda de la ciudad, donde la luz de la tarde se enredaba entre las hojas de los castaños y el ligero viento perseguía a las juguetonas aves libres de su quehacer diario. Corría allí un pequeño arrollo cuyos hilos de agua estaban llenos de música y se derramabam sobre el tranquilo curso del río. Quiso el destino, o el tiempo que sí entiende, que en aquella misma hora nuestros dos amiguitos anduviesen persiguiendo aquellas aguas, una capturando los mil reflejos del sol sobre la danzarina corriente, otro enredando sus sueños en los plateados hilos de aquella música. Y fue allí, bajo un grupo de jóvenes y luminosos castaños, donde ambos se encontraron. No fue un encuentro inesperado, ni siquiera arropado de sorpresa. Sólo se detuvieron a la distancia de unos pasos y se miraron, durante un instante se miraron (si bien podría haber sido durante siglos pues el tiempo estaba detenido), la pequeña María con esa mirada vivaz y su cabecita ligeramente inclinada hacia la izquierda, el pequeño Iván con la mirada sostenida en sus ojos entrecerrados. Y así nació una sonrisa compartida, instante en el que nuestra amiga María se vino hacia el pequeño Iván y le dijo:
María.- ¿Podemos hacer algo juntos?
A lo que Iván, sin dudarlo un momento, respondió:
Iván.- Claro. Construyamos un barquito que desde este arroyo llegue al mar.
Y sin más preámbulos, pues todo había sido desvelado y había quedado dicho en aquella mirada, ambos dedicaron sus empeños a ese común proyecto de construir un barquito, un hermoso barquito que desde las jóvenes aguas de un cristalino arroyo llegase a la eterna inmensidad del mar.
Tras mirar a su alrededor, y puesto que estaban en una arboleda, consideraron que sus herramientas y medios poco más podrían ser que aquellas cosas que la propia naturaleza provee, y juzgaron que sería suficiente. Así pues, con toda su ilusión se pusieron a esa inicial tarea: buscar los materiales para construir un barquito.
El pequeño Iván ya andaba pensando cuál sería la forma más apropiada del casco, su peso y tamaño ideal, cuánto necesitaría resistir el barquito si en la travesía se encontrase con inesperados contratiempos. Por su parte, la pequeña María, se afanaba ya en el mástil, en su fuerte aunque ligera estructura, en la elegancia de la forma y en la eficacia de su misión. Así, uno al lado del otro, miraban y remiraban, buscaban y rebuscaban, hasta que pusieron juntos todos sus tesoros. Una pequeña hojita amarilla, con curva pronunciada, podría ser la vela que atrapase los vientos de la ilusión; una brillante, recta y delgada ramita, aunque resistente, el mástil que soportase las fuerzas de esos vientos; una alargada hoja verde, el casco que posase sobre las aguas. Todo parecía apropiado, salvo la hoja verde, elegante en su forma alargada, y con buena base para flotar sobre las aguas, pero quizá demasiado débil habidas cuentas de la incierta y hasta posiblemente peligrosa travesía. Decidieron pues que necesitaban algo más sólido, algo más resistente para aquel proyecto. Inmediatamente localizaron aquello que buscaban: una hoja amarilla del tamaño de la palma de sus manos, ligeramente arqueada en la proa, con suficiente base y rigidez para resistirse al agua. Era algo más pesada, y ambos pensaron que esto sería quizá un inconveniente para flotar en la corriente. Pero tras mirarse nuevamente decidieron que aquella era la hoja perfecta para el casco de tan intrépido barquito.
Y con todo ya decidido, sólo faltaba construirlo; vela sobre mástil y mástil sobre casco, una arqueada hojita amarilla sostenida en recta y firme ramita sobre una audaz y brillante también hoja amarilla. Quedó perfecto, tan perfecto que sostenido en la palma de la mano fue bautizado por la radiante sonrisa de la pequeña María y la mirada confiada de nuestro amigo Iván. Lo habían hecho juntos, y estaba bien hecho.
La travesía sin duda era arriesgada y peligrosa, casi más de treinta pasos de arroyo para desembocar en una cascada de al menos cuarta y media de altura donde el agua hasta provocaba espuma. A partir de ahí un tramo de casi cuatro pasos en pronunciada pendiente de vertiginosas aguas para terminar en el último y más aterrador accidente: otra cascada de medio metro que volcaba toda su fuerza en las profundas aguas del río. Sí, no cabía duda de que sería una arriesgada y muy peligrosa travesía. El temor y la duda ya dibujaban alguna pincelada en el rostro de nuestros pequeños amigos. Mirándose, decidieron que no podían dejar ese barquito en cualquier parte del arroyo, habría que buscar una zona de aguas suficientemente tranquilas donde poco a poco se afianzase al camino. No tardaron en encontrarla, un lugar algo más ancho y sin pendiente donde las aguas descansaban su fatiga. Allí, con todo el cuidado del mundo y tras desear desde sus corazones el mejor de los destinos, nuestros amigos unieron sus pequeñas manos y dejaron el barquito de sus empeños sobre las tranquilas aguas.
Ya fuese por el temblor de las pequeñas y nerviosas manos, o por el propio efecto de las aguas, el barquito, nada más tocar esas aguas, se estremeció, al igual que los corazones de nuestros amiguitos, que en aquel preciso instante vieron por tierra, o mejor sería decir por agua, todos sus afanes. Y mientras llenos de ese temor apretaban sus entrelazadas manitas, el barquito, recompuesto en su valor, inicio su lenta aunque firme travesía, con la vela erguida y proa al frente. No cabían en su goce, la pequeña María y el pequeño Iván tenían encendida su ilusión mientras su pequeña nave poco a poco se afirmaba en la corriente. Y allá iban ellos, de la mano, tras el barquito, como arropando su paso, alentando la vela con viento de sueños.
La travesía, pensaban, no terminaría nunca. Cuando la corriente era fatigada, parecíales que nunca llegaría a destino, que las traicioneras aguas lo devorarían. En cambio, cuando el curso se tornaba agitado, creían que irremediablemente volcaría y sería arrastrado hasta el fondo. También había restos donde podría quedar varado de no conducirse (o navegarse) con cuidado. Varias veces, por causa de la poderosa corriente, pareció que giraba rindiéndose a las aguas, que se llenaba de ellas y que su peso al fondo le empujaba… Pero fuese porque dos voluntades ferozmente le animaban, o porque el destino ya lo tenía previsto así, el barquito, en cada una de esas ocasiones en las que los corazones de nuestros amigos se apretaban, el barquito enderezaba su curso y orgullosamente continuaba su camino.
Se cumplía ya el tramo de arroyo que desembocaba en el primer gran peligro, la enorme cascada de casi cuarta y media de altura. Allí se dirigía seguido muy de cerca por nuestros inquietos amigos. Ya casi llegaba, pero toda suerte de restos se apilaban en el camino, de tal forma que peligraba seriamente su hasta ahora valerosa gesta cada vez que topaba con alguno de ellos. En cada una de esas ocasiones se inclinaba peligrosamente mientras el agua, rápida, invadía la gran hoja amarilla, pero una y otra vez se recuperaba enderezando ágilmente el mástil y expulsando aquellas hordas transparentes de su brillante cubierta. Ya casi llegaba, lo estaba consiguiendo, sólo le quedaba mirar de frente a la peligrosa cascada… A falta de un suspiro, y mientras los hilos de agua se hacían más veloces, el barquito alzó su proa, enderezó vela y mástil, y arrancando una nota de alegría a la corriente, se lanzó veloz a la cascada.
Fue nada, o quizá estuvo cayendo siglos. Mientras tanto, nuestros amiguitos quedaron sostenidos en un común y retenido latido, como en un intento de no perturbar el mundo, de pararlo completamente, de tornar mansas las aguas para que su barquito se deslizase lentamente. Y el caso es que así fue, pues a pesar de las enfurecidas aguas, aquel barquito superó la cascada altivo y orgulloso, sin daño alguno, y ya raudo iniciaba el tramo vertiginoso que le conducía al temido final antes del sueño del río. De este tramo poco puede decirse, ya que las atribuladas aguas tomaron entre sus manos al barquito y antes de que pudiese casi verse, en boca del segundo salto ya se encontraba. Apenas les dio tiempo a llegar. Nuestros pequeños amigos, con sus manitas fuertemente unidas, sintieron más que vieron cómo ese fruto de sus empeños se precipitaba al vacío en el convulso torrente de agua, cómo el aterrador sonido del agua contra el agua engullía tan valerosos esfuerzos. Lo que sí pudieron ver fue cómo la brava hoja era separaba de su elegante mástil interponiéndose entre ambos las aguas del destino, y como en ellas por separado se hundían.
No puede narrarse lo que sus corazones sintieron en aquel instante, como las lágrimas bañaron sus ilusiones y todas sus alegrías se hundían junto a aquellas dos hojas y ramita. Y puesto que el tiempo seguía obrando su sortilegio, quizá estuviesen allí mil vidas compartiendo todo aquello, con sus manitas apretadas, al igual que sus miradas.
Pero a veces ocurre que el tiempo si entiende, y que ordena al destino las cosas soñadas. O quizá ese tiempo se ennoblece con la limpieza de los sentimientos que brotan de las raíces más ciertas del alma. Sea como fuese, aquellos dos trozos de ilusiones hundidos en turbulentas aguas volvieron a la luz de la tarde separados apenas por un soplo de aire, y mientras la paciente corriente del río los llevaba, una invisible fuerza los acercaba. Más reposado era el paso de la brava hoja amarilla, parecía que esperaba. Más urgencia ponía el elegante mástil y su vela, que se aprestaba. No tardaron nada, en un latido el mástil se apoyó sobre la hoja, y ésta, inclinándose un algo, como si tendiera invisibles brazos, sobre ella lo posaba. Y así, lentamente, como el fluir del tiempo, las dos hojas y la ramita continuaron su viaje hacia el eterno mar.
No se cuenta aquí si finalmente llegaron a su destino, eso forma parte de otra historia, de otra historia de tiempos que sí entienden. Lo que sí cuenta la leyenda es que en ese preciso instante en que el mástil se posaba sobre la hoja, el sortilegio del tiempo se deshizo, y todo volvió a su normal transcurrir. Aunque todo no, pues nuestros queridos amiguitos seguían mirándose, y la sonrisa les latía en el rostro, y la alegría les brotaba del alma. Así, aún con sus manitas entrelazadas, balanceándolas en infantil gesto mientras cruzaban las miradas, nuestra pequeña María y el pequeño Iván volvieron a la ciudad, y fruto de aquella tarde, y de aquel barquito, un tesoro de valor incalculable anidó para siempre en sus corazones.
Y colorín colorado, con una mirada de ilusión, este cuento se ha acabado.
Moraleja:
Con ilusión y esperanza pueden construirse los sueños. Los sentidos son las herramientas que hay que tener dispuestas.
Creo que hoy necesitaba leer algo tan bello como esto querido amigo, no tengo el mejor día del año, ni la esperanza en su momento más pleno, pero esta lectura me ha hecho bien.
es un cuento de un soñador hecho tambien para soñadores.
Bien entonces, de algo han servido estas líneas, mi querido amigo. Y por los días así quizá no merezca enredar razones, otros vendrán cargados de mil soles. Decía un historiador romano:
«El sol no se ha puesto aún por última vez»
… a mí me gusta recordarlo.
Un abrazo, mi querido amigo
Querido Juan,
Que bello cuento. Escribes con una sensibilidad que llega dentro. Un barquito, lo que yo he llegado a jugar con un barquito, me gustaba ver como flotaba en el agua de un gran barreño que me daba mi madre. Me has recordado como mimaba y vigilaba a mi barquito para que hiciera erguido su travesia. Me pasaba horas mirándole y soñaba, como soñaba…
Es lo que tú has explicado en tu maravilloso cuento, me he sentido
niña, como cuando jugaba con mi barquito. Gracias!!!
Un abrazo.
Montserrat
Si somos capaces de llegarnos a nuestra niñez, es que algo bueno conservamos aún ahí adentro. Recuerdo que construíamos barquitos de cualquier cosa que flotase, y en los días de lluvia hacíamos carrera en los agitados arroyos que las calles nos regalaban… después venían las riñas porque terminábamos empapados…
Sí, es un bonito recuerdo… como este barquito, aunque ya no sea un niño…
Un abrazo
Qué bonito y dulce relato Juan, logras instantes que devuelven emociones de la niñez. Los niños juegan a construir barquitos que navegan por riachuelos, los adultos construimos barquitos en los que navegamos… Un abrazo
Barquitos en los que navegamos… la aventura de la vida, sin garantías… a veces se hunden irremisiblemente. Parece casi heroico, igual hasta lo es.
Pero hay veces, veces en que el tiempo entiende y que los restos de esos barcos recuperan su ser… y se encaminan hacia un horizonte nítido de sol. Sólo a veces, un tesoro… tanto.
Y entonces…
¨Hasta el aire espigóse en levedades
cuando caí rendida en tu mirada;
y una palabra, aún virgen en mi vida,
me golpeó el corazón, y se hizo llama
en el río de emoción que recibía,
y en la flor de ilusión que te entregaba»
Y entonces Julia de Burgos adquiere la razón… y si no, siempre quedará el poeta del cigarro, de la noche envuelta en jirones de humo.
Tus huellas son extraordinarias en estas sendas, siempre una sorpresa, siempre un tesoro… Gracias… por una visita, unos versos…
JUan, yo buscaba y buscaba algo escrito por usted… por fín encuentro sus bellos textos. Me encanta su sensibilidad, ha de ser usted una gran persona.
Abrazos!
En primer lugar podríamos cambiar eso de «usted» por aquello de «tuyo», aunque los años avanzan aún no debo tener tantos. Eso de usted me recuerda mi querida época en sudamérica, era una costumbre de sus buenas gentes… quizá más de México, de mi querido DF o tal vez de Colombia (¡ah! Cartagena y Barranquilla, qué tiempo aquél!.
En segundo lugar, mi más sincero agradecimiento por tan hermoso piropo a mis palabras, bellas… deben andar felices y sonrojadas. No las alientes mucho, no sea que lo crean…
Y para finalizar, lo m ás difícil… si buena o mala, el tiempo dirá… y mejor dejarlo aquí, ¿verdad?
Eres genial.
Por cierto, mis letras andan por aquí entremezcladas, camufladas entre los grandes, tímidas ante tanto. Esos cuentos, o esas texturas inmediatas, esas son mis letras.
Un beso