Pandora o la levedad
Es en Otoño cuando con mayor claridad puede apreciarse. Y si los hombres no estuviesen encadenados a los sufrimientos que con tanto esfuerzo arrastran, y si pudiesen elevar la mirada por un solo instante, allí la verían. Con sus ropajes de fría y leve brisa, apenas posada en una rama, arrebatándole sus hojas que como gotas caen y se deshacen, mientras ella, ajena siempre, eleva su vuelo sin dejar más rastro que lo que pareciese la natural tragedia del tiempo.
Pandora nació del fuego, ajena a él; ajena a tantas cosas, nació del fuego. Fue Prometeo, quien al robar ese fuego que los dioses hurtaban a los humanos, urdió los designios del sufrimiento de los hombres.
Pocos ya recuerdan como el dispuesto e incansable Hefesto cumplió el malhadado mandato, y de simple barro modeló la figura. Y pareciéndole hermosa pero incompleta, a cada uno de los dioses pidió derramasen sus gracias sobre ella.
Insuflada de las gracias concedidas, Pandora siempre ha mirado al mundo como a un regalo más puesto a sus pies por esos mismos dioses, un mundo de tesoros donde todo le pertenece y le basta extender su delicada mano para arrebatarlos de sus lugares y convertirlos en el fugaz motivo de sus entretenimientos. Incluso aquel ánfora prohibida, regalo del mismísimo Zeus, no significó más que otro juguete para saciar su curiosidad apenas por un instante.
Que distinto habría sido el destino de los hombres si la tarea de velar por esa prohibición hubiese sido encomendada al poderoso Prometeo, pero estaba encadenado en las heladas cumbres del mundo. Fue el débil y descuidado Epimeteo quien la asumió y, lleno de recuerdos que debían acrecentar el conocimiento de los hombres, pronto se volcó en sus enseñanzas desatendiendo el cuidado del ánfora.
En esa madrugada de los tiempos, los hombres casi nada sabían. Aún hoy no lo saben. Siguen viviendo el sueño de unos dioses ya perdidos, como niños enredados en sus simples juegos, ignorantes de los hilos de un destino escrito con fuego. Nada saben de la levedad de Pandora, del tupido y sensual velo de mentiras urdido en la soledad de sus días. Porque Pandora, por encima de cualquier otro acto, miente, y en la huida urde su propia justificación.
Dicen que en el preciso instante en que Pandora levantó la tapa del ánfora, una profunda obscuridad nació de su interior cubriendo toda la tierra mientras los hombres caían de rodillas paralizados, como si un enorme peso se hubiese asentado en sus hombros infligiendo tal dolor que un grito grande y unánime recorrió los rincones del mundo.
Pero, una vez más, Pandora fue ajena a todo aquel horror. Se limitó a cerrar el ánfora, como sigue haciendo cada noche cuando la oscuridad nace. Sí, Pandora abandonó para siempre un mundo de dioses que no aplacaba su grande hastío, y se mezcló entre los mortales con su eterno disfraz de brisa y su velo de mentiras, y entre todos ellos, la única que no arrastra sufrimientos.
A veces se despoja de su disfraz y puede vérsela en la forma en que se la concibió; de una feminidad y hermosura como sólo las ágiles y habilidosas manos de su creador alguna vez pudieron engendrar. Es entonces cuando más dolor siembra, porque Pandora sólo está interesada en su propio deleite, y gusta de tomar de los hombres aquello que más atesoran, el fuego que les arde en su interior y que nace de la fábrica de sus esperanzas. Arrancada, esa llamita necesita alimentarse de una mirada limpia y verdadera pero, posada en el cuenco de la mano de Pandora, sólo encuentra unos ojos vacíos que se divierten con la agonizante danza hasta que, en su última derrotada y agónica espiral, se consume en fugaz y fúnebre velo apenas sueño de lo que ese fuego deseó haber sido.
Concluida la tragedia, y siempre ajena al devenir del hombre ya deshabitado de esperanza, desinteresada, Pandora alza de nuevo su vuelo en búsqueda de otro fugaz tesoro con el que calmar su insaciable tedio.
Y así sigue y seguirá, en su eterno e indolente juego, ajena a los males y el pesar de los hombres. Es en la tarde de Otoño cuando el fatigado caminante mejor puede verla, apenas posada en una frágil rama mientras abre el ánfora, rebusca en su interior por un instante e, indiferente, vuelve a cerrarla huyendo un día más, dejando tras de sí sólo lo que pareciese la natural tragedia del tiempo.
Porque, entre ser la diosa Pandora o vivir en la levedad de una eternidad sin recuerdos ni huellas, Pandora ya eligió en el amanecer de los tiempos.
“Quiso cantar, cantar
Para olvidar
Su vida verdadera de mentiras
Y recordar
Su mentirosa vida de verdades.”
Octavio Paz
Teseo o el Mar
Inexorablemente cada día golpean. Con el inefable tesón de su condición de huidas, contra su inerme roca se estrellan; arrancan trozos de alma y devoran la voluntad que otrora pareciese inquebrantable. Las olas que se marchan cada día le hieren.
En tiempos de la memoria Poseidón le otorgó la vida. La vida de contornos cotidianos, de colores y aires que son, que existen, porque sus sentidos derrochaban latidos cuando esos contornos eran un fuego incontenible nacido de las más profundas simas del mar. Teseo siempre lo supo. En aquellos días tripuló con insaciable gozo el osado Argos, y su sonrisa desafiaba tiempos, dioses y cielos. Ni el feroz Sinis ni el hermoso Procuste pudieron borrar aquellos desafiantes gestos, aquella deslumbrante mirada de blancos y marinos reflejos rebosante. Siquiera la mágica Elefsina del Gran Adriano consiguió detener sus huellas. En aquellos días era el hijo de un dios mayor, y ante sus pasos temblaba el destino, se deshacía la levedad y los horizontes se construían de la espuma más brillante y viva que jamás haya mostrado el mar. En aquello días, antes del Minotauro, Teseo tenía vida, era el hijo de un dios.
El Minotauro, el Minotauro y su Laberinto. Recuerda ese instante en el que su vida pendía del generoso hilo, del hilo de sus sueños. Y fueron tenaces, tan tenaces como insuficientes sabe ahora.
En realidad, fue ese Minotauro del Laberinto que le habitaba el que le condujo, quien con magia de palabras trenzadas urdió sus pasos y afianzó sus huellas. Ninguna Ariadna estuvo allí en el mediodía henchido de una Creta perpetuada en intrincadas calles de costumbres por un sol de siglos endurecidas. Con la poderosa maza de Perifetes allí golpeó una y otra vez su Minotauro, llenando de muerte, vaciando de vida, demoliendo el Laberinto.
Y como en la leve y perdida Mysea, tras las aplastantes calles arruinadas, sólo el mar confundió a sus ojos con el cálido refugio de un sueño en magia de palabras trenzado. Huye en quiméricos pasos sobre la estela de ese recio hilo. Huye, y el Egeo no consigue lavar el polvo que atenaza sus manos, la niebla que coagula sus ojos. Huye en vano del cursar en los relojes del viejo e imbatible Hades. Huye de tanta destrucción sólo para alcanzar otras ruinas, sólo para hacer propia a una ajada Atenas doblegada por el tiempo.
Allí aún reina. Sobre el acantilado de sus restos, envuelto en los negros y olvidados velámenes ahora vacíos de viento, contempla Teseo un horizonte ya borrado. A esa hora en que la espuma se viste de plata siempre recuerda que un día de un tiempo medido en veces, cuando los latidos eran, se arrojó en brazos de las aguas para siempre dormir sus profundidades. A esa hora grande de luna, como cada día de su memoria, con inquebrantable voluntad se enfrenta Teseo a su eterna elección: o las desoladas calles de Atenas… o el sueño del Mar. Es tan fácil eso, tanto en eso… Teseo ninguna noche duda.
Moraleja:
Debe tener cuidado el osado caminante, pues tomar aquello que las huellas nos descubren es libre ejercicio, pero recibir de lo tomado comporta una voluntad ajena a nuestras manos. Y como en una marina ola, aquello que con su inusitado brillo nos alcanza y colma nuestros sentidos, al retirarse, en la levedad de su condición de huida, sólo dolorosas gotas deje en nuestra mirada.
Aunque quizá podría ser más extraordinario dejar que se quiebre la endurecida heredad. No podremos preguntarle al poderoso Teseo, hace ya tiempo duerme los sueños del mar.
“Llueve en el Mar
Al Mar lo que es del Mar
y que se seque la heredad”
Octavio Paz
Prometeo y el fuego
Había acertado a caerle sobre las manos, entre sus manos. Allí, acunada en el rudo espacio cóncavo, la pequeña estrella latía con un fuego extraordinario mientras Prometeo se preguntaba cómo aquel tesoro podía haberle elegido a él, qué magia tan intensa poseía ese ángel blanco para que su sangre se desbocase en vertiginosas espirales de vida.
Prometeo no lo sabía, pero había nacido titán, eterno enemigo de los distantes dioses y receptor de grandes poderes. Prometeo no lo sabía. Prometeo se sentía mortal, siempre encadenado a los muros de sus más enraizadas convicciones.
Fuese porque los orgullosos y distantes dioses considerasen que en nada le correspondía tal tesoro, o fuese tal vez simplemente porque sintieron una mezquina e incontenible envidia al verle elevarse en sueños que ellos mismos no habían experimentado nunca y nunca experimentarían… fuese por una causa o fuese por otra, decidieron esos dioses arrebatarle aquel tesoro, sembrar las distancias del tiempo inmisericorde, someterle a un cruel castigo. Y así, encadenáronle a las frías montañas del Cáucaso, donde el sol es sólo vago espejismo en la memoria, donde el tiempo hiere con esquirlas de hielo que se esconden en la misma carne, donde hasta la sombra más osada y fiel abandona a su dueño.
Las artes de Hefesto allí lo clavaron a la dura roca por tiempos insondables. Y si la noche era eterna y fría, la mañana era aún más cruel y aterradora, pues ordenó el mismo Zeus que con la fuga de la última estrella, la más brillante, la que aún mantenía un rescoldo en el alma de Prometeo, la que le recordaba aquel fuego que una vez habitó entre sus manos… con la fuga de esa estrella, las poderosas águilas de aquellas inhóspitas y solitarias cumbres le devorasen el alma.
Bien sabía Zeus de la condición inmortal de los titanes. Bien sabía Zeus que tras ese horror, el alma volvería a regenerarse devolviendo al infeliz Prometeo a otra noche de oscuridad, a otro día de pavor, al continuo y terrible frío.
Pero los dioses nunca han confiado en los titanes, nunca han llegado a interesarse por ellos, a conocer las extraordinarias virtudes y poderes que los habitan. Entre esos poderes, casi siempre enterrados por las texturas más inmediatas, olvidados, imperceptibles para ellos mismos, entre esos poderes se encuentra la esperanza que alimenta los latidos, la tenacidad que alimenta los sueños.
Fue así que Prometeo soportó por incontables tiempos el cruel castigo, hasta que un día las cadenas de Hefesto fueron insuficientes para contenerle y quedó liberado. Aun con calzado de miedos y escaso equipaje de ilusiones, poderoso se sintió Prometeo aquel día. Y desde entonces, como viento pleno de esperanza, como flecha lanzada por el mismísimo Orión, recorre veloz Prometeo los cielos del tiempo buscando, sabiendo que si aquella increíble estrella una vez se posó en él, si una vez el extraordinario fuego habitó sus manos, no hay dios alguno que pueda evitar que ocurra una segunda vez. Porque él, Prometeo, es un titán, porque en él, para siempre, habitará un extraordinario fuego.
Moraleja:
Es obligación del apasionado lector, del caminante de palabras, buscar entre sus enseres la moraleja que todo cuento arroja. Mira tú, caminante, ¿cuál es tu calzado?, ¿cuál el contenido de tu equipaje?, ¿cuál el fuego que habita el cuenco de tus manos?
Arde el tiempo fantasma:
arde el ayer, el hoy se quema y el mañana.
Todo lo que soñé dura un minuto
y es un minuto todo lo vivido.
Pero no importan siglos o minutos:
también el tiempo de la estrella es tiempo,
gota de sangre o fuego: parpadeo.
Octavio Paz
Phaethon o la noche
No puede verlo, no puede sentirlo ni vivirlo, Phaethon ya perdió los dones que la luz otorga a la piel; Phaethon muere en una noche interminable.
Otrora fue uno de los hijos del sol, un espíritu inquieto, lleno del vigor que sólo la luz del sol, sólo el vivir de día, puede brindar. No era extraño en aquellos días verlo susurrar y acariciar a las nubes por el simple deleite de crear mil arcoíris que su amigo Cicno llenaba de plumas de cisne arrancadas de sus propias alas. Aquellas plumas, animadas por el poder de Phaethon, se tornaban en un ejército de mariposas que adornaban las ramas de sus alisadas hermanas mientras bailaban al son de la suave brisa.
En aquellos días el cielo era azul, y los alisos verdes y las mariposas doradas, y el mundo era hermoso a la vista de los hombres, y Phaethon brillaba de felicidad casi tanto como su padre el sol.
Ocurrió un día que Phaethon, incansable en sus sueños de luz, quiso volar más alto que las nubes y quiso ordenar los caminos que su padre estableciese para el poderoso fanal dorado. Tan alto voló que al fin alcanzó las riendas del ardiente carro celeste, y tan seguro estaba de sus artes que ordenó los caminos a su antojo, y el carro que dirigía la luz del día nuevos rumbos tomó.
Pero Phaethon era joven, el ímpetu de su espíritu estaba lleno de día y la noche apenas se dibujaba en su imaginación como lejana pesadilla. Así fue que, tentado por mostrar su felicidad al mundo, a veces volaba bajo, y parte de ese mundo quedó abrasado por el intenso fuego. Cuando Phaethon intentaba controlar aquellas riendas trenzadas de antigüedad, ocurría que demasiado alto volaba, y el calor se perdía en la distancia dejando al mundo cubierto por una capa de blanca y suave nostalgia que todo lo marchitaba.
Grande fue el enfado de Helios, quien desde los albores del mundo había mimado la luz y el calor sobre la tierra para que la vida fuese el día, para que se viviese de día. Había quedado esa tierra plagada de heridas que sangraban los erráticos vuelos del hijo; desiertos inmensos donde ni la más leve brizna de verde hierba crecía; eternos y silenciosos hielos que nunca podrían ser derretidos; hermanos que la piel distanció entre las diversas tonalidades que surgen de la más poderosa luz y la más intensa de las sombras.
Exigieron los dioses un castigo para Phaethon, y dura fue la penitencia que Helios debió imponerle. Fue Phaethon condenado a alejarse de la luz del sol, a vivir la intensa sombra de la noche hasta que las heridas de la tierra desapareciesen.
Pero ocurre que los dioses son de memoria leve, y sus esfuerzos por curar las heridas del mundo caen frecuentemente en el olvido. Fuese por eso, o porque el mundo se acostumbró a sus heridas, o simplemente porque los dioses hace tiempo se olvidaron de los hombres, Pheathon sigue aún hoy vagando su castigo.
Hay quien dice que si se busca en las orillas más oscuras de la noche puede vérsele caminando sobre las huellas de la luna, la eterna elipse que conduce al día. Pero esa puerta está vedada para Phaethon hasta que los dioses regresen algún día. A veces, agitado por su voraz pena, atraviesa veloz el corazón de Orión, o se sienta junto a Andrómeda a vaciar sus lágrimas que aún siguen siendo de fuego blanco. Otras, siempre solo, vaga los desolados mares de la luna desenterrando los sueños que quedaron allí olvidados.
Phaethon no puede verlo, no puede sentirlo ni vivirlo, Phaethon perdió los dones que la luz a la piel otorga; Phaethon muere en una noche interminable. Solo, se mira en esos sueños rotos, y contempla su rostro ajado de soledad y de silencios. Su mirada muere cada noche en la eterna elipse que conduce a la mañana mientras sus lágrimas gritan su destino, o la noche de Phaethon… o los sueños rotos enterrados en la luna.
Nadie comprende nuestros signos y gestos de largas raíces
Nadie comprende la paloma encerrada en nuestras palabras
Paloma de nube y de noche
De nube en nube y de noche en noche
Esperamos en la puerta el regreso de un suspiro
Vicente Huidobro
Las lágrimas de la luna
En las noches de plateada luz, cuando las hogueras crepitan y las palabras se hacen de aire, cuentan los viejos de aquellas duras tierra que la luna, una vez, tuvo un amor.
En realidad no fue un amor, fue su único y gran amor. Cantan que cuando se abrazaban, en forma de luz se derramaba ese abrazo sobre la tierra, y los mares eran de plata, y los ríos eran de plata, y las jóvenes aguas que bajaban las montañas saltaban felices como diamantes que encerrasen el rostro feliz y brillante de la luna. Cuentan que jamás hubo tiempos más hermosos recorriendo la tierra.
Pero ese gran amor se perdió.
Quedó la luna profundamente desconsolada, solitaria y triste, como hoy la vemos. Y se refugió en la noche. Con sus innumerables lágrimas tejió un manto que le arrancara el frío que vino a habitarle el alma, pero ese frío es tan insondable como el tiempo, y nunca desapareció, más aun, en compañero eterno de su andar se convirtió.
Aconteció entonces que, igual que en los hermosos tiempos la tierra recibía el brillo de aquellos abrazos, también fue fiel receptora de esa tristeza y de su frío. Y las noches se llenaron de un manto blanco de nostalgia sedosa, de quietud infinita. Tal era la pena reinante que por todos los rincones los amores se marchitaban hambrientos de brillo, del cálido latido de un tiempo desaparecido.
Desesperaban esos amores buscando consuelo a sus pesares, y por alguna razón, o por la sinrazón que sólo el corazón desesperado entiende, volvían sus ojos a la luna, le cantaban sus males y en numerosas lágrimas le envolvían sus deseos. De todos es conocido que de las lágrimas el salado líquido sólo es húmedo residuo, sólo envoltorio, vehículo necesario para que el deseo que con fuego lo habita pueda abandonar el alma. Así, las lágrimas no caen al suelo, ahí sólo se derrama lo que de materia está hecho. Pero lo que inmaterial es, lo inasible y vivo, el fuego, vuela y busca las plateadas manos de la luna, destino que le fue conferido en su urgente creación por el alma desconsolada.
Pero la luna ya va cargada de su propio pesar, arropada por su manto de damas frías, y decidió desde aquel entonces su soledad. También decidió que ese pesar era tan grande que ningún otro podría nunca abrazar. Así, olvidóse de ellos hace tiempo, y desde ese entonces una fría máscara les muestra, la misma cada noche, mientras la otra, la verdadera, en la ilimitada oscuridad fabrica sus propias y amargas lágrimas.
Es por eso que todos los deseos de los amantes se reflejan en la luna, y ninguno de ellos, en su frenético e iluso vuelo, tan triste rostro alcanza. Sólo lo rozan, para quedar en una gota congelados y vagar sin consuelo por el oscuro palio su destino de tristeza. A veces, por algún desconocido y extraño sortilegio, alguno de esos deseos se encuentra con una lágrima que se escapa de la luna. Ocurre pocas veces, pero entonces se convierte en hecho extraordinario, pues alimentada de inusitado fuego, esa lágrima cobra el brillo que una vez fue, y se consume en fugaz línea de luz sobre la tierra.
Crepita la esperanza en las hogueras de la noche. Entre todos los sabios del lugar, hay uno, el más viejo, el de mirada más lejana, uno que cuando ya todos inclinan la cabeza enterrándola en las brumas del desconsuelo, hablándole fijamente a las anaranjadas lenguas del fuego, en apenas un susurro dice:
Viejo.- Luna, luna… Ayer te vi, y la luz de la mañana ya avanzaba mientras mi alargada sombra la perseguía. ¿En qué andabas a esa hora en que el día lucía su temprano latido? ¿Será tal vez que hasta tú sientes la luz de la esperanza?
Sabias son las palabras de ese viejo ausente, que en sus días también hondo amor vivió. Y digo sabias porque es cierto que algunos extraños días puede verse a la luna sin su frío manto constelado recorriendo las sendas de la mañana. Y es porque su gran amor no es otro que el sol, y aún lo sigue siendo. Y en esas sendas, en un algo dormido en el frío que la habita, aún espera, tímida. Casi transparente, ella espera. Y sus brazos, por un imperceptible instante, vuelven a unirse, a derramarse sobre la tierra como esperanza renacida a esa hora temprana del alba.
Sigue hablando ese viejo desde su memoria alargada, saca de ella lo que también una vez fue. Bien sabe él que ése es el instante, que en ese rostro transparente y diluido la fría careta se esfuma y que ella ríe como ayer. Y en ese instante, si un deseo se acerca a sus plateados brazos ella lo acoge como a un desvalido infante en un abrazo de cálida luz. Son esos los deseos que nunca se apagan, los que están vivos y le dan su verdadero brillo a la luna, los que se alimentan de la luz del sol y habitan en ella. Y es por eso que a pesar de su pena y de la oscura noche la luna brilla, y vive de los tiempos en que el amor aún puede ser.
La noche avanza con su frío estrellado. El fuego se consume en sus últimas caricias verticales y todos se preparan para dormir evitando los falsos ojos de la luna. Nuestro viejo sabio, siempre la mirada en otros días, se pone en pie iniciando el camino a un mundo de memoria arraigada.
Moraleja:
Si valor le das a tus deseos, no busques en la noche, busca que descansen en los brazos de una mirada brillante en la temprana mañana.
Ícaro o los sueños
Lentas pasean sus manos sobre el pequeño cofre de madera. Saborean cada beta oscurecida de cansancio, cada grieta de tiempo ido; leen los restos de memoria que se adivinan en aquellos mil inconmensurables tesoros que un día reposaron en sus entrañas.
Mientras, el palio de damas errantes se derrama. Pero noche y día, oscuridad o luz, ya no viven en su conciencia, quedaron desterradas tiempo atrás. ¿Cuándo?, Ícaro no lo recuerda, apenas son vaga ilusión oculta entre alas rotas de las mariposas muertas que habitan sus parpados. Ya casi no recuerda aquellos días en los que Dédalo convertía la nobleza de venerables árboles en joyas que recorrerían el mundo y el tiempo, y él, con jóvenes manos carentes de destreza y henchidas de fuego, se afanaba en una cajita que a buen seguro el futuro amable y amplio llenaría de tesoros. En esos días sus manos se endurecían de pino, abeto y cedro, y su mirada ardía de sueños.
Ahora todo aquel orgullo se esparce a sus pies convertido en serrín, en las astillas que silencian los pasos mientras los días se persiguen iguales acompañados por el sordo y persistente ruido del tiempo inasible. Ícaro ya no quiere soñar. El gran Minos encadenó sus sueños, los encerró entre los graves muros del laberinto de la vida. Allí murieron. Teseo podría haberlos salvado, le debía casi un corazón, pero nunca volvió con su brújula de deseos; conjuró sus días en los ojos de Ariadna y enterró el heroísmo en soleadas tardes de domingos. No, Teseo nunca volvió, nunca volverá.
Cada mañana… ¿o es cada noche?… Ícaro no lo sabe… tampoco le importa. Sólo le importa recoger las plumas enterradas entre los escombros que las afiladas olas van dejando, el regalo del mar. Siempre ha amado el mar. De allí, en tiempos acortados, le llegaban trozos de madera que albergaban increíbles tesoros en su interior. Mimaba, acariciaba con el alma, cada uno de esos trozos, y la vida vivía en ellos, y la vida le penetraba la piel, y así la vida le llegaba del mar. Ahora, como fantasma errante sin mirada, vacío de latidos, con matemático gesto recoge una a una las plumas marchitas, oscurecidas de alquitrán y olvido, y las va guardando en su cajita, tiempo tras tiempo. Ícaro ya no sueña, pero en su memoria aún habita alguna traza de sus habilidades de antaño, del manual pragmático que, cual senda recta y exacta, guiaba sus manos. Aún en esa profunda memoria un pequeño fuego, apenas una diminuta llamita, alimenta y hace vivir una persistente idea.
Se derrama el manto de damas errantes, y sus ojos caminan esas betas de madera, esas venas de sangre, tan cansadas ambas, tan viejas. Una lágrima despierta y se aventura desde lo más profundo de su ser, ascendiendo desde las oscuras cuevas del tiempo, aferrándose con uñas y dientes, desgarrando los conductos del alma, lenta, muy lenta, hasta encaramarse triunfal a la mirada. Y en la joven y tersa superficie de esa lágrima brilla la idea, el centro, aquello que es, que siempre fue… unas alas compañeras de la brisa del mar, el sueño de Ícaro, el Mar de Ícaro.
Recogeremos albas infinitas,
las que duermen al astro en la palmera,
las que prenden el trino en las alondras
y levantan el sueño de las selvas
¡Hay tanto mar nadando en mis estrellas!
Julia de Burgos
Un Barquito
Hace mucho tiempo, en una lejana ciudad, ocurrió algo sorprendente, el tiempo se detuvo. Pero no se detuvo como solemos imaginar, dejándolo todo congelado. En realidad lo que ocurrió es que se detuvo únicamente para los seres humanos, como si todos ellos hubiesen desaparecido. Pero no todos, todos menos dos, la pequeña María y el pequeño Iván. Por alguna razón, para nuestros dos pequeños amigos todo parecía seguir transcurriendo igual, salvo por la inexistencia de otros seres humanos. A su corta edad, aquella circunstancia, más que un inconveniente, era en realidad una magnífica oportunidad para explorar su mundo lejos de las absurdas reglas que el día a día les imponía.
Nuestra pequeña María aún no lo sabía, pero era una hermosa criatura, de intrincada y rizada cabellera, vital en su ánimo y carita sin igual, llevaba siempre fuego en el alma. Estuviese donde estuviese se deleitaba con los tesoros que en forma de detalles el mundo, la vida, a sus insaciables sentidos le ofrecía: el color de la luz reflejada sobre una piedra, el jugueteo de las aves en el atardecer, una diminuta flor apenas apoyada en la pared, las canciones del agua y del viento, una pequeña araña en su tela… Tales cosas alentaban ese fuego de su alma, cuya máxima expresión era una sonrisa que provocaba envidia hasta al mismísimo sol; cuando la pequeña María sonreía la luz del mundo se tornaba más cálida y amable; cuando sonreía, el mundo era más feliz. Nuestra pequeña María quería adornar ese mundo con todos sus detalles, centrar la idea importante y resaltarla más allá de su uso, simplemente para que ese propio uso fuese alimento a los sentidos. Nuestra pequeña María quería ser arquitecto.
El pequeño Iván, si bien más austero en la expresión, no quedaba a la zaga en esos ánimos de espíritu. Su mundo estaba más cercano a los sueños que a las palabras, y gustaba de los espacios abiertos, solitarios y silenciosos donde su imaginación encontraba el mejor taller de perfilado. Decían que el pequeño Iván sólo sonreía por sus ojos. Nuestro pequeño amigo soñaba con arreglar el mundo, cualquier cosa del mundo, con ingenio e imaginación. Nuestro pequeño Iván soñaba con ser ingeniero.
La ciudad donde vivían nuestros pequeños amigos era una increíble ciudad, llena de cosas increíbles: calles, parques y jardines de ensueño, castillos de cuento y catedrales de luz que parecían haber sido estiradas hasta el cielo, plazas donde los pequeños gorriones se bajaban hasta las manos de sus habitantes… cosas increíbles. Tras corretear libremente esos espacios, acertaron ambos a dirigir sus pasos hacia una arboleda cosida a la orilla de un río, en la falda de la ciudad, donde la luz de la tarde se enredaba entre las hojas de los castaños y el ligero viento perseguía a las juguetonas aves libres de su quehacer diario. Corría allí un pequeño arrollo cuyos hilos de agua estaban llenos de música y se derramabam sobre el tranquilo curso del río. Quiso el destino, o el tiempo que sí entiende, que en aquella misma hora nuestros dos amiguitos anduviesen persiguiendo aquellas aguas, una capturando los mil reflejos del sol sobre la danzarina corriente, otro enredando sus sueños en los plateados hilos de aquella música. Y fue allí, bajo un grupo de jóvenes y luminosos castaños, donde ambos se encontraron. No fue un encuentro inesperado, ni siquiera arropado de sorpresa. Sólo se detuvieron a la distancia de unos pasos y se miraron, durante un instante se miraron (si bien podría haber sido durante siglos pues el tiempo estaba detenido), la pequeña María con esa mirada vivaz y su cabecita ligeramente inclinada hacia la izquierda, el pequeño Iván con la mirada sostenida en sus ojos entrecerrados. Y así nació una sonrisa compartida, instante en el que nuestra amiga María se vino hacia el pequeño Iván y le dijo:
María.- ¿Podemos hacer algo juntos?
A lo que Iván, sin dudarlo un momento, respondió:
Iván.- Claro. Construyamos un barquito que desde este arroyo llegue al mar.
Y sin más preámbulos, pues todo había sido desvelado y había quedado dicho en aquella mirada, ambos dedicaron sus empeños a ese común proyecto de construir un barquito, un hermoso barquito que desde las jóvenes aguas de un cristalino arroyo llegase a la eterna inmensidad del mar.
Tras mirar a su alrededor, y puesto que estaban en una arboleda, consideraron que sus herramientas y medios poco más podrían ser que aquellas cosas que la propia naturaleza provee, y juzgaron que sería suficiente. Así pues, con toda su ilusión se pusieron a esa inicial tarea: buscar los materiales para construir un barquito.
El pequeño Iván ya andaba pensando cuál sería la forma más apropiada del casco, su peso y tamaño ideal, cuánto necesitaría resistir el barquito si en la travesía se encontrase con inesperados contratiempos. Por su parte, la pequeña María, se afanaba ya en el mástil, en su fuerte aunque ligera estructura, en la elegancia de la forma y en la eficacia de su misión. Así, uno al lado del otro, miraban y remiraban, buscaban y rebuscaban, hasta que pusieron juntos todos sus tesoros. Una pequeña hojita amarilla, con curva pronunciada, podría ser la vela que atrapase los vientos de la ilusión; una brillante, recta y delgada ramita, aunque resistente, el mástil que soportase las fuerzas de esos vientos; una alargada hoja verde, el casco que posase sobre las aguas. Todo parecía apropiado, salvo la hoja verde, elegante en su forma alargada, y con buena base para flotar sobre las aguas, pero quizá demasiado débil habidas cuentas de la incierta y hasta posiblemente peligrosa travesía. Decidieron pues que necesitaban algo más sólido, algo más resistente para aquel proyecto. Inmediatamente localizaron aquello que buscaban: una hoja amarilla del tamaño de la palma de sus manos, ligeramente arqueada en la proa, con suficiente base y rigidez para resistirse al agua. Era algo más pesada, y ambos pensaron que esto sería quizá un inconveniente para flotar en la corriente. Pero tras mirarse nuevamente decidieron que aquella era la hoja perfecta para el casco de tan intrépido barquito.
Y con todo ya decidido, sólo faltaba construirlo; vela sobre mástil y mástil sobre casco, una arqueada hojita amarilla sostenida en recta y firme ramita sobre una audaz y brillante también hoja amarilla. Quedó perfecto, tan perfecto que sostenido en la palma de la mano fue bautizado por la radiante sonrisa de la pequeña María y la mirada confiada de nuestro amigo Iván. Lo habían hecho juntos, y estaba bien hecho.
La travesía sin duda era arriesgada y peligrosa, casi más de treinta pasos de arroyo para desembocar en una cascada de al menos cuarta y media de altura donde el agua hasta provocaba espuma. A partir de ahí un tramo de casi cuatro pasos en pronunciada pendiente de vertiginosas aguas para terminar en el último y más aterrador accidente: otra cascada de medio metro que volcaba toda su fuerza en las profundas aguas del río. Sí, no cabía duda de que sería una arriesgada y muy peligrosa travesía. El temor y la duda ya dibujaban alguna pincelada en el rostro de nuestros pequeños amigos. Mirándose, decidieron que no podían dejar ese barquito en cualquier parte del arroyo, habría que buscar una zona de aguas suficientemente tranquilas donde poco a poco se afianzase al camino. No tardaron en encontrarla, un lugar algo más ancho y sin pendiente donde las aguas descansaban su fatiga. Allí, con todo el cuidado del mundo y tras desear desde sus corazones el mejor de los destinos, nuestros amigos unieron sus pequeñas manos y dejaron el barquito de sus empeños sobre las tranquilas aguas.
Ya fuese por el temblor de las pequeñas y nerviosas manos, o por el propio efecto de las aguas, el barquito, nada más tocar esas aguas, se estremeció, al igual que los corazones de nuestros amiguitos, que en aquel preciso instante vieron por tierra, o mejor sería decir por agua, todos sus afanes. Y mientras llenos de ese temor apretaban sus entrelazadas manitas, el barquito, recompuesto en su valor, inicio su lenta aunque firme travesía, con la vela erguida y proa al frente. No cabían en su goce, la pequeña María y el pequeño Iván tenían encendida su ilusión mientras su pequeña nave poco a poco se afirmaba en la corriente. Y allá iban ellos, de la mano, tras el barquito, como arropando su paso, alentando la vela con viento de sueños.
La travesía, pensaban, no terminaría nunca. Cuando la corriente era fatigada, parecíales que nunca llegaría a destino, que las traicioneras aguas lo devorarían. En cambio, cuando el curso se tornaba agitado, creían que irremediablemente volcaría y sería arrastrado hasta el fondo. También había restos donde podría quedar varado de no conducirse (o navegarse) con cuidado. Varias veces, por causa de la poderosa corriente, pareció que giraba rindiéndose a las aguas, que se llenaba de ellas y que su peso al fondo le empujaba… Pero fuese porque dos voluntades ferozmente le animaban, o porque el destino ya lo tenía previsto así, el barquito, en cada una de esas ocasiones en las que los corazones de nuestros amigos se apretaban, el barquito enderezaba su curso y orgullosamente continuaba su camino.
Se cumplía ya el tramo de arroyo que desembocaba en el primer gran peligro, la enorme cascada de casi cuarta y media de altura. Allí se dirigía seguido muy de cerca por nuestros inquietos amigos. Ya casi llegaba, pero toda suerte de restos se apilaban en el camino, de tal forma que peligraba seriamente su hasta ahora valerosa gesta cada vez que topaba con alguno de ellos. En cada una de esas ocasiones se inclinaba peligrosamente mientras el agua, rápida, invadía la gran hoja amarilla, pero una y otra vez se recuperaba enderezando ágilmente el mástil y expulsando aquellas hordas transparentes de su brillante cubierta. Ya casi llegaba, lo estaba consiguiendo, sólo le quedaba mirar de frente a la peligrosa cascada… A falta de un suspiro, y mientras los hilos de agua se hacían más veloces, el barquito alzó su proa, enderezó vela y mástil, y arrancando una nota de alegría a la corriente, se lanzó veloz a la cascada.
Fue nada, o quizá estuvo cayendo siglos. Mientras tanto, nuestros amiguitos quedaron sostenidos en un común y retenido latido, como en un intento de no perturbar el mundo, de pararlo completamente, de tornar mansas las aguas para que su barquito se deslizase lentamente. Y el caso es que así fue, pues a pesar de las enfurecidas aguas, aquel barquito superó la cascada altivo y orgulloso, sin daño alguno, y ya raudo iniciaba el tramo vertiginoso que le conducía al temido final antes del sueño del río. De este tramo poco puede decirse, ya que las atribuladas aguas tomaron entre sus manos al barquito y antes de que pudiese casi verse, en boca del segundo salto ya se encontraba. Apenas les dio tiempo a llegar. Nuestros pequeños amigos, con sus manitas fuertemente unidas, sintieron más que vieron cómo ese fruto de sus empeños se precipitaba al vacío en el convulso torrente de agua, cómo el aterrador sonido del agua contra el agua engullía tan valerosos esfuerzos. Lo que sí pudieron ver fue cómo la brava hoja era separaba de su elegante mástil interponiéndose entre ambos las aguas del destino, y como en ellas por separado se hundían.
No puede narrarse lo que sus corazones sintieron en aquel instante, como las lágrimas bañaron sus ilusiones y todas sus alegrías se hundían junto a aquellas dos hojas y ramita. Y puesto que el tiempo seguía obrando su sortilegio, quizá estuviesen allí mil vidas compartiendo todo aquello, con sus manitas apretadas, al igual que sus miradas.
Pero a veces ocurre que el tiempo si entiende, y que ordena al destino las cosas soñadas. O quizá ese tiempo se ennoblece con la limpieza de los sentimientos que brotan de las raíces más ciertas del alma. Sea como fuese, aquellos dos trozos de ilusiones hundidos en turbulentas aguas volvieron a la luz de la tarde separados apenas por un soplo de aire, y mientras la paciente corriente del río los llevaba, una invisible fuerza los acercaba. Más reposado era el paso de la brava hoja amarilla, parecía que esperaba. Más urgencia ponía el elegante mástil y su vela, que se aprestaba. No tardaron nada, en un latido el mástil se apoyó sobre la hoja, y ésta, inclinándose un algo, como si tendiera invisibles brazos, sobre ella lo posaba. Y así, lentamente, como el fluir del tiempo, las dos hojas y la ramita continuaron su viaje hacia el eterno mar.
No se cuenta aquí si finalmente llegaron a su destino, eso forma parte de otra historia, de otra historia de tiempos que sí entienden. Lo que sí cuenta la leyenda es que en ese preciso instante en que el mástil se posaba sobre la hoja, el sortilegio del tiempo se deshizo, y todo volvió a su normal transcurrir. Aunque todo no, pues nuestros queridos amiguitos seguían mirándose, y la sonrisa les latía en el rostro, y la alegría les brotaba del alma. Así, aún con sus manitas entrelazadas, balanceándolas en infantil gesto mientras cruzaban las miradas, nuestra pequeña María y el pequeño Iván volvieron a la ciudad, y fruto de aquella tarde, y de aquel barquito, un tesoro de valor incalculable anidó para siempre en sus corazones.
Y colorín colorado, con una mirada de ilusión, este cuento se ha acabado.
Moraleja:
Con ilusión y esperanza pueden construirse los sueños. Los sentidos son las herramientas que hay que tener dispuestas.
Aquiles o el Odio
Lentas, muy lentas, construyen sus rutas cada noche. Y como cada noche, rodeado del silencio que brota de quebrados huesos, su mirada se pierde en ellas mientras el palio oscuro le devuelve el vago recuerdo de unos dioses ya olvidados. Más que recuerdo es un amargo sabor que se aposenta en la garganta y que ya no desaparece en el ritual de la noche.
Aquiles había aniquilado al sueño, quizá su última gran victoria. No recuerda cuándo y cómo fue, pero sí, sabe que como en todos los combates anteriores, él, el Gran Aquiles, había salido vencedor.
Atrás, muy atrás en su memoria, estaban esos dioses que ya emigraron y que ahora se dibujaban como leves quimeras tímidamente alentadas por el lejano y mortecino fuego de las damas errantes. Sí, recordaba esos tiempos acortados cuando los días no se perseguían y las esperanzas se enraizaban en el monte Pelión, donde el profeta le dio a elegir y su mano se mostró tan recia e invulnerable como su voluntad; cuando Tetis coronaba sus victorias con el enamorado nácar que Poseidón arrancada de los fondos marinos; cuando no tenía que inventar el rostro de Ulises y Antíloco aún no lloraba en su hombro. Todos vanos recuerdos, mezquinas coronas de hojas de triunfo sobre el sueño.
Cada una de esas noches, cuando llegan las viajeras de tímidos brillos, Aquiles comienza el ritual de verter la sangre de Héctor sobre la tumba. La tumba que ya no es la de Patroclo, que ya es su propia tumba, y de la que se levanta su sombra en densos girones de odio. Porque Aquiles, sobretodo, odia. Odia al tiempo que se alarga y lo recluye en el eterno ritual alentado de memoria; odia a los dioses que entre risas y miradas complacientes le engañaron con acertijos y trajines ya resueltos; odia mirar al mundo que se tornó gris porque se apagaron los ojos de Patroclo… odia todo cuanto le rodea. Y más que nada, se odia a sí mismo, con furia, el estafador que asesinó en certeros golpes al tiempo, el miserable que hundió la mortal espada en sus pobres sueños.
Mientras Aquiles odia, la noche, eterna, pasea ajena, sin rozarle, sin ya mirarle, llena de inmisericorde olvido. Salvo ese odio al que se aferra, nada más hay en sus gastadas manos. Pentesilea nunca ya levantará sus ojos en un último signo de admiración mientras su vida se escapa por el desgarrado pecho, y Memnón no será una vez más el ánfora donde vierta las furias que le abrasan. Siquiera tiene el verbo de Patroclo para contener al gemelo que le aterra.
Termina cansado, arrastrado entre las frías y duras piedras, las mismas que amanecieron ayer en sus ojos y que amanecerán dando forma al mañana, las que de tanto rodar por erguidos mares perdieron la forma de los sueños que las habitan. Eso es lo que queda, todo se ha marchado, todo fue vencido, todo, incluso el sueño.
Aunque no todo ha muerto. Cada noche en esa isla, una sombra nace de un ritual de sangre ajena, una sombra que aún puede elegir la tortuosa e inmediata textura de sus grises ropajes… o el quebrado recuerdo del Gran Aquiles… o el odio.
Mysea, la Ciudad de los Sueños
Inspirado en un extraordinario libro, Las Ciudades Invisibles, de Italo Calvino. Unas sendas para soñar…
Debió ser entonces, pero no recuerdo el principio, sólo recuerdo que al salir de la agobiante penumbra de aquel bosque se abría el camino soleado. Sí, creo que era allí, un camino amplio por donde el aire corría sin temores y sin fronteras.
Si el viajero toma ese camino que sigue el curso del sol, al llegar la tarde, podrá verla delante, sobrevenida tras la última colina, Mysea, la ciudad de los sueños.
Tan sólo ver Mysea, el viajero ya puede aventurar esa sensación que a modo de temblor recorrerá su piel, premonición de algo increíble, desconocido y a la vez cotidiano, como si todo fuese igual que en otras ciudades, pero dispuesto en otro orden, más preciso. Todo es nuevo y reciente, aun cuando conserva las aparentes formas ya conocidas por la memoria.
Sus calles podrían ser las de cualquier hermosa ciudad; avenidas amplias y soleadas, ordenadas, mostrando los ejes del movimiento de la vida; callejones intrincados, sin inicio ni fin, hilos donde transcurren los ecos más apagados, menos visibles de esa misma vida; plazas de ordenados planos en las que cada espacio cobra su sentido; y sus jardines, pequeñas islas repartidas por todos los rincones. En realidad el viajero no puede sentirse extraño, puede reconocerlo todo, y todo lo reconoce a él, tal es la magia de Mysea.
En Mysea no hay diseños precalculados, más bien todo sugiere la sensación de que siempre ha debido ser así.
La única diferencia visible que encuentra el viajero es que en Mysea no hay habitantes, la propia ciudad es la vida y los únicos moradores son los sueños. Se desplazan por las calles, alegres y divertidos; duermen en sus pequeños jardines, llenos unos de melancolía, otros de ansiedades y los más, cubiertos de deseos; visitan las bibliotecas y museos, ávidos de alimento; se recrean en la noche, juegan a leer en las estrellas. En Mysea sólo viven los sueños.
Como en otras ciudades, hay edificios en Mysea. El viajero tarda en descubrir que están hechos en fábrica de aire, y sus texturas son las que esos sueños conforman, una suerte de plástica sustancia a medio camino de la estática realidad y la dinámica visión que permite el subconsciente. Es por ello que, aun conservando las formas de la memoria conocida, ese continuo fluir los convierte en sorpresa para el viajero, que según el momento y el ángulo en que los observe, siempre se le presentarán como espectáculo nuevo a sus sentidos.
No por ello el viajero se siente extraño o solitariamente abandonado. Más aún, experimenta el incontenible deseo de alentar a sus propios sueños, dejarles vagar libres entre esa realidad de las calles y plazas, unirse a otros sueños y conformar el instante por llegar, el tiempo intangible.
Y si por fortuna esa magia le deja atravesar la ciudad, siguiendo la avenida de poniente el viajero encuentra el corazón de la ciudad, que sin estar en el centro es el mismo centro. Allí el viajero se encontrará con el Mar, un impreciso espejo azul que se extiende hasta el horizonte. Eso será en la imaginación del viajero, pues aun el mismo horizonte no puede verse, sólo que continúa elevándose hasta que retorna por el cielo envolviendo a la ciudad.
Allí, el viajero descubre el secreto de Mysea, la ciudad de los sueños, y en fácil e imperioso gesto libera a su último sueño para que se sumerja en las cálidas aguas de ese Mar. El secreto de Mysea es llegar al Mar con un último sueño, pues allí adivina el viajero cuán triste existencia soportaría si algo suyo no se fundiese con la ciudad.
Mysea es la ciudad de los sueños, y el afortunado viajero que deja allí su sueño ya tiene entre sus manos la eternidad, porque en Mysea todo es nuevo y reciente, aun cuando conserve las aparentes formas de la memoria, y todo es como el viajero siempre soñó que debía haber sido.
Pero también, desdichado por siempre será aquél que habiendo contemplado esas calles, esas plazas, esos jardines, aquel Mar, tanta maravilla, no haya tenido la fortuna de dejar su sueño entre los brazos de esa ciudad, de Mysea, la ciudad de los sueños.
Moraleja:
Deja tus sueños en un lugar en el que sean cuidados, donde crezcan y puedan, quizá, hacerse realidad.