Pandora o la levedad
Es en Otoño cuando con mayor claridad puede apreciarse. Y si los hombres no estuviesen encadenados a los sufrimientos que con tanto esfuerzo arrastran, y si pudiesen elevar la mirada por un solo instante, allí la verían. Con sus ropajes de fría y leve brisa, apenas posada en una rama, arrebatándole sus hojas que como gotas caen y se deshacen, mientras ella, ajena siempre, eleva su vuelo sin dejar más rastro que lo que pareciese la natural tragedia del tiempo.
Pandora nació del fuego, ajena a él; ajena a tantas cosas, nació del fuego. Fue Prometeo, quien al robar ese fuego que los dioses hurtaban a los humanos, urdió los designios del sufrimiento de los hombres.
Pocos ya recuerdan como el dispuesto e incansable Hefesto cumplió el malhadado mandato, y de simple barro modeló la figura. Y pareciéndole hermosa pero incompleta, a cada uno de los dioses pidió derramasen sus gracias sobre ella.
Insuflada de las gracias concedidas, Pandora siempre ha mirado al mundo como a un regalo más puesto a sus pies por esos mismos dioses, un mundo de tesoros donde todo le pertenece y le basta extender su delicada mano para arrebatarlos de sus lugares y convertirlos en el fugaz motivo de sus entretenimientos. Incluso aquel ánfora prohibida, regalo del mismísimo Zeus, no significó más que otro juguete para saciar su curiosidad apenas por un instante.
Que distinto habría sido el destino de los hombres si la tarea de velar por esa prohibición hubiese sido encomendada al poderoso Prometeo, pero estaba encadenado en las heladas cumbres del mundo. Fue el débil y descuidado Epimeteo quien la asumió y, lleno de recuerdos que debían acrecentar el conocimiento de los hombres, pronto se volcó en sus enseñanzas desatendiendo el cuidado del ánfora.
En esa madrugada de los tiempos, los hombres casi nada sabían. Aún hoy no lo saben. Siguen viviendo el sueño de unos dioses ya perdidos, como niños enredados en sus simples juegos, ignorantes de los hilos de un destino escrito con fuego. Nada saben de la levedad de Pandora, del tupido y sensual velo de mentiras urdido en la soledad de sus días. Porque Pandora, por encima de cualquier otro acto, miente, y en la huida urde su propia justificación.
Dicen que en el preciso instante en que Pandora levantó la tapa del ánfora, una profunda obscuridad nació de su interior cubriendo toda la tierra mientras los hombres caían de rodillas paralizados, como si un enorme peso se hubiese asentado en sus hombros infligiendo tal dolor que un grito grande y unánime recorrió los rincones del mundo.
Pero, una vez más, Pandora fue ajena a todo aquel horror. Se limitó a cerrar el ánfora, como sigue haciendo cada noche cuando la oscuridad nace. Sí, Pandora abandonó para siempre un mundo de dioses que no aplacaba su grande hastío, y se mezcló entre los mortales con su eterno disfraz de brisa y su velo de mentiras, y entre todos ellos, la única que no arrastra sufrimientos.
A veces se despoja de su disfraz y puede vérsela en la forma en que se la concibió; de una feminidad y hermosura como sólo las ágiles y habilidosas manos de su creador alguna vez pudieron engendrar. Es entonces cuando más dolor siembra, porque Pandora sólo está interesada en su propio deleite, y gusta de tomar de los hombres aquello que más atesoran, el fuego que les arde en su interior y que nace de la fábrica de sus esperanzas. Arrancada, esa llamita necesita alimentarse de una mirada limpia y verdadera pero, posada en el cuenco de la mano de Pandora, sólo encuentra unos ojos vacíos que se divierten con la agonizante danza hasta que, en su última derrotada y agónica espiral, se consume en fugaz y fúnebre velo apenas sueño de lo que ese fuego deseó haber sido.
Concluida la tragedia, y siempre ajena al devenir del hombre ya deshabitado de esperanza, desinteresada, Pandora alza de nuevo su vuelo en búsqueda de otro fugaz tesoro con el que calmar su insaciable tedio.
Y así sigue y seguirá, en su eterno e indolente juego, ajena a los males y el pesar de los hombres. Es en la tarde de Otoño cuando el fatigado caminante mejor puede verla, apenas posada en una frágil rama mientras abre el ánfora, rebusca en su interior por un instante e, indiferente, vuelve a cerrarla huyendo un día más, dejando tras de sí sólo lo que pareciese la natural tragedia del tiempo.
Porque, entre ser la diosa Pandora o vivir en la levedad de una eternidad sin recuerdos ni huellas, Pandora ya eligió en el amanecer de los tiempos.
“Quiso cantar, cantar
Para olvidar
Su vida verdadera de mentiras
Y recordar
Su mentirosa vida de verdades.”
Octavio Paz
La Niña Flor
Siempre esperaban con gran expectación el momento en que la profesora de matemáticas la llamaba para resolver el enorme problema, que en extraños símbolos como hormigas, desfilaba por la inabarcable pizarra, y era entonces cuando, con un desordenado y malicioso estruendo, un estallido de risas espinosas arañaba a la niña pequeña.
La niña pequeña era más pequeña que los demás niños. Ella se esforzaba andando sobre las puntitas de sus tímidos pies, o estirando el cuellecito hasta desorbitar la primavera de sus pestañas. Pero a pesar de ello, la niña pequeña siempre había sido más pequeña que los demás niños.
A veces, tras el picor de aquellas risas, a la niña pequeña le gustaba sentarse bajo el viejo y cansado olmo. El viejo y cansado olmo era grande y no se reía, la sombra redonda y verde que le llovía calmaba sus picores. Allí no sentía necesidad de auparse sobre las puntitas de sus pies o de estirar su cuellecito hasta que los ojos le doliesen; allí era sólo una niña pequeña.
Cada noche, envuelta en el calor de la cocina, su madre dulcemente se afanaba sobre ella en el abrigado balde de hojalata, y entre manopla, jabón y arrullo le decía:
– ¡Ay, mi niña pequeña! ¡Ay, mi niña flor! Las flores pequeñitas son las más sutiles y hermosas. Como tú, mi preciosa niña flor
Una tarde llena de picores, bajo el viejo olmo, la niña pequeña con sus pequeñas manos hizo un pequeño agujero, metió allí sus tímidos pies y los cubrió de verde mojado. Entonces, elevando una sonrisa grande a la oscura fronda, dijo:
– ¿Ves? Soy una pequeña y preciosa flor
La mañana la encontró allí, pequeña y quieta, como una flor; su corazoncito, como el de una pequeña flor, se había acompasado al lento latir de la tierra.
El niño tonto
Versión reeditada con la inestimable colaboración de la genial artista madrileña, y extraordinaria amiga, Olga Pérez (pintura, ilustración y grabado). Con mi agradecimiento por tan exacta ilustración.
El niño tonto nació despacio; no quería nacer, no quería desprenderse de aquel calor blando y suave que le envolvía. La primera luz le hizo una honda herida. Pero cuando su madre lo abrazó desesperadamente –su madre siempre le abrazaba desesperadamente- el niño tonto sintió aquel calor grande y esponjoso de antes de nacer. Al niño tonto, sobre todas las cosas, le gustaban los abrazos de su madre.
Aquellos niños que reían de forma extraña, aquellos niños que no reían con la misma risa larga y transparente de su madre, decían que no tenía luces. El niño tonto creció, lentamente, pensando que no tenía luces.
Cuando corría por los campos -porque el niño tonto siempre iba corriendo- miraba hacia arriba a las imponentes torres eléctricas; alguien le había dicho alguna vez que aquellos gigantes de poderosos brazos extendidos llevaban la luz. Y corría y corría, con sus pequeños y flacos brazos extendidos portando sendos palos de escoba y gritando: “¡fhisss, fhisss, fhisss!… tengo la luz en mis manos… tengo luces en mis brazos…”
Y así, lentamente, el niño tonto crecía entre los desesperados abrazos de su madre y las extrañas risas de aquellos extraños niños.
Un día, jugando a correr bajo uno de aquellos poderosos hombres de hierro, se quedó parado, fija la mirada en las alturas. Muy despacio, el niño tonto comenzó a escalar por las metálicas piernas del hombre de hierro, por su cintura, por su pecho. Se deslizó por su brazo, hasta llegar a la mano. Allí, en un fugaz abrazo, por fin el niño tonto se lleno de todas las luces del universo.
Unos zapatos nuevos
Se levantó muy temprano, tenía algo importante que hacer. El traje es negro, nuevo; lo compró pensando que a ella le gustaría. Nuevos son también sus zapatos, estaba cansado de las embarradas y frías botas de los últimos tiempos; relucen, y piensa que también a ella le gustarían. Ha elegido una camisa azul y una corbata gris-azulada; en otras veces de su memoria fueron afortunadas prendas.
El día recupera cosas atrasadas por un tiempo blanco y grande, pero tiene algo muy importante que hacer y todo lo demás sólo le ronda como un viento incómodo y ajeno. Nervioso, todo lo relega por fin y sale a buscar un libro. Es ese algo muy importante. Tiene que elegir bien, debe elegir bien. Muchos clásicos le pasean por la textura más amable de la memoria, uno en especial. Querría que fuese ése, pero ahora ya sabe que ella no lo entendería, que no querría entenderlo. Quizá unos versos, o unos cuentos de la radio si hubiese un nuevo volumen… Ya se ha decidido, unos cuentos para los sentidos, un paseo por las alegres suavidades del alma.
Se sienta en su banco de siempre, el de la hora de no comer, donde siempre sueña con construir, donde sueña con un jardín de tiempo enredándose entre sus pies. Las manos le tiemblan, como siempre que quiere dejarle un beso. Ensaya las palabras, no desea ninguna esquina imperfecta, oscura, en el regalo… tanto en un regalo. Se para y lo piensa, siempre es tanto. Esa mirada al fuego le tranquiliza; sí, puede hacerlo bien, sabe que puede hacerlo bien.
No ha dejado de pensar en ella ni un sólo día en ese invierno de nieves pesadas y oscuras; ese sentimiento de pérdida irreparable le consume. ¿Qué será de ella? ¿Cuáles sus caminos? ¿Qué haré sin ella? ¿Cómo puede perderse tanto? La pérdida, la pena, la pérdida, la pena… el dolor en el pecho… la danza de sus manos, el mar de sus labios, la música de su pecho… No, no… Vuelve a mirarse adentro y ve la luz de ese fuego. Otra vez tanto. No, no es irreparable. Sí, sabe que tiene que intentarlo, puede hacerlo bien, sabe que puede hacerlo bien… El tiempo, ese extraño inmóvil, ahora corre. No debe llegar de nuevo tarde, sabe que puede hacerlo bien… tanto en un regalo.
Le abruma la idea de que seguirán las dudas revoloteándola, anidando en sus miedos. Ella los seguirá alimentando. Lo decía aquel libro que pasearon junto a la triunfante y juguetona corriente: creamos las dudas porque navegar nos abruma, porque nos inquieta el mar que no vemos. Lo decía ese libro. No prestamos atención en aquella tarde casi huida, pero, sí, lo decía aquel libro; lo recuerda con exacta memoria.
Piensa que debió haberse dado cuenta aquel día. Debió entender que unos zapatos nuevos no servirían, no serían suficientes para recorrer las sendas que con tanto amor inventaron. ¡Y pensar que los había comprado porque eran la excusa perfecta para iniciar ese camino! ¡Qué ingenuidad! Finalmente son esas huellas las que forjaron la distancia, el sonido de sus propios pasos los que alentaron el silencio.
Una sombra de pesadumbre le obliga a inclinar la cabeza. Sí, sabe que seguirá alimentando a sus miedos. Vuelven esas palabras. La pérdida, la duda, la pérdida, la duda, la pérdida, la duda del corazón… sus manos, sus ojos…la música de su pecho.
Por un instante sin tiempo la mirada sigue fija en el brillo de esos inútiles zapatos. Diecisiete antiguas palabras se despiertan en su mente como un puñal hermoso, hermosamente frío. Levedad, todo un universo de levedad en la brisa. Es su esencia no detenerse, moriría. Sólo se entretiene un instante, regala generosamente su tibieza apagando un algo de su propio fuego, y cuando ve los zapatos nuevos, huye, huye la brisa dejando su eco de silencio. Y la duda se despeja. A cambio, persiste la pérdida. Siente cómo le agrede, cómo su esencia se torna física. Es de piedra, de piedra inerte memoria del edificio demolido. ¿Puede la brisa demoler un edificio? No, pero si puede el edifico demolerse a sí mismo por el rítmico e hipnótico efecto de la brisa. Concluye que es pura física, como la pérdida.
En realidad ya no le importa esa ruina. Con un esforzado gesto, como si toda la vida colgase de sus brazos, los eleva lentamente hasta que las dos manos se unen. Allí, en el espacio cóncavo puede verlo, nunca deja de sentir su calor. Allí, el fuego que se alimenta de mirada se estremece mostrándole la exactitud de lo que realmente importa, de la necesidad más esencial, más urgente. Retorna a las líneas de aquel mismo libro: la necesidad sólo es efecto, la causa un poderoso fuego.
Si le dejase abrazarla una vez más… Sacaría el libro importante y una cajita de sonrisas de otros tiempos cortos que guarda con mucho celo. Está seguro de que ella entonces miraría el fuego y despejaría sus dudas leyendo un cuento para los sentidos donde el tiempo más amable muestra su sonrisa en el brillo de unos zapatos nuevos. Sí, puede hacerlo bien, él sabe que puede hacerlo bien…
Un sorbo
Quizá fuese el blanco y grande frío, o simplemente el saturado y momentáneo deseo de unas voces tan innecesarias como desconocidas. La cuestión es que allí entró; desde el intenso silencio, a aquella silenciosa intensidad entró.
No se sorprendió del palpable cambio. Era ése un gesto cotidiano asimilado por los filtros grises que, en su indolencia, aceptan los patrones ya asumidos auto validándolos en el imponderable y mismo instante. Sólo se acomodó entero a los perfiles de las nuevas texturas, al calor hiriente. En un rincón encontró lugar para sus nuevos gestos.
Era curiosa la frontera, pensaba. Apenas una línea imaginaria que torna en un simple instante todo un abigarrado conjunto de convergentes y casi inicuos gestos para que la levedad que nos atrapa mude su mimético rostro en esa continua metamorfosis de encaje con la perceptible realidad.
Desde aquella adquirida atalaya su nuevo rostro le comportaba nuevas habilidades. También era éste un gesto asumido, un gesto que le conducía por nuevas costas cual navegante ensimismado en el quimérico y obsesivo dibujo de sus alejadas e inalcanzables formas. Se le ocurrió pensar que el mismísimo Freud habría experimentado la chorreante lascivia de haber cubierto aquella acotada mesa de muestras repleta de repetitivas sustancias animadas por dudosos permisos en años aprehendidos. ¡Qué tontería!, desvariaba. Con un esfuerzo imperceptible reajustó uno de aquellos filtros y, por inapropiado para el determinista momento, el gesto quedó inundado de tiempo.
Alguien, en pródigo gesto invasivo hacia su piel, apremiaba un intercambio de coloreadas cuentas por uno de aquellos brebajes. Sí, en aquel lugar de la noche se intercambiaban cuentas por conjuradas pócimas convertibles en atropelladas e interinas risas, tal era la magia que allí se dispensaba. Una de aquellas risas, en el acto de reclamar su esencia, se posó a su lado gravitando rebosante de inmediatez, giró con exacerbada y contorsionista gala, y en su propia y mortal espiral, se consumió.
En su bolsillo, inquietas, se movían las palpitantes cuentas. Otro cotidiano gesto y el sorbo dorado reposaba lento, tibio y transparente ante él, como una piel que su lejana memoria por un sublime instante le regalaba. Se asomó al borde del frágil precipicio. Aspiró la vaharada con texturas a promesa incipiente y, como quien constata la realidad, miró con vehemencia las calmadas aguas de aquel profundo mar. Sí. Allí, como juguetones peces en la tarde ida, allí estaban sus viejas sonrisas. Una más se unió a ellas.
Acomodándose nuevamente al intenso silencio salió al frío grande. El baile de negociables risas contorsionistas quedaba atrás, ajeno a un sereno brebaje intacto sobre la barra.
El negrito de los ojos azules
Una noche nació un niño.
Supieron que era tonto porque no lloraba y estaba negro como el cielo. Lo dejaron en un cesto, y el gato le lamía la cara. Pero, luego, tuvo envidia y le sacó los ojos. Los ojos eran azul oscuro, con muchas cintas encarnadas. Ni siquiera entonces lloró el niño, y todos lo olvidaron.
El niño crecía poco a poco, dentro del cesto, y el gato, que le odiaba, le hacía daño. Mas él no se defendía, porque era ciego.
Un día llegó a él un viento muy dulce. Se levantó, y con los brazos extendidos y las manos abiertas, como abanicos, salió por la ventana.
Fuera, el sol ardía. El niño tonto avanzó por entre una hilera de árboles, que olían a verde mojado y dejaban sombra oscura en el suelo. Al entrar en ella, el niño se quedó quieto, como si bebiera música. Y supo que le hacían falta, mucha falta, sus dos ojos azules.
Eran azules -dijo el niño negro-. Azules, como chocar de jarros, el silbido del tren, el frío. ¿Dónde estarán mis ojos azules? ¿Quién me devolverá mis ojos azules?
Pero tampoco lloró, y se sentó en el suelo. A esperar, a esperar.
Sonaron el tambor y la pandereta, los cascabeles, el fru-fru de las faldas amarillas y el suave rastreo de los pies descalzos. Llegaron dos gitanas, con un oso grande. Pobre oso grande, con la piel agujereada. Las gitanas vieron al niño tonto y negro. Le vieron quieto, las manos en las rodillas, las cuencas de los ojos rojas y frescas, y no le creyeron vivo. Pero el oso, al mirar su cara negra, dejó de bailar. Y se puso a gemir y llorar por él.
Las gitanas hostigaron al animal: le pegaron, y le maldijeron sus palabras de cuchillo. Hasta que sintieron en el espinazo un aliento de brujas y se alejaron, con pies de culebra. Ataron una cuerda al cuello del oso y se lo llevaron a rastras, llenos de polvo.
Cayeron todas las hojas de los árboles, y, en lugar de la sombra, bañó al niño tonto el color rojo y dorado. Los troncos se hicieron negros y muy hermosos. El sol corría carretera adelante cuando apareció, a lo lejos, un perro color canela que no tenía dueño. El niño sintió sus pasos cerca y creyó oír que le daba vueltas a la cola como un molino. Pensó que estaba contento.
Dime, perro sin amo, ¿viste mis dos ojos azules?
El perro puso las patas en sus hombros y lamió su cabeza de uvas negras. Luego, lloró amargamente, muy largamente. Sus ladridos se iban detrás del sol, ya escondido en el país de las montañas.
Cuando volvió el día, el niño dejó de respirar. El perro, tendido a sus pies toda la noche, derramó dos lágrimas. Tintinearon, como pequeñas campanillas. Acostumbrado a andar en la tierra, con las uñas hizo un hondo agujero que olía a lluvia y a gusanitos partidos, a mariquitas rojas punteadas de negro. Escondió al niño dentro. Bien escondido, para que nadie, ni los ocultos ríos, ni los gnomos, ni las feroces hormigas, le encontraran.
Llegó el tiempo de los aguaceros y del aroma tibio, y florecieron dos miosotis gemelos en la tierra roja del niño tonto y negro.
Ana Mª Matute (Los niños tontos)
Teseo o el Mar
Inexorablemente cada día golpean. Con el inefable tesón de su condición de huidas, contra su inerme roca se estrellan; arrancan trozos de alma y devoran la voluntad que otrora pareciese inquebrantable. Las olas que se marchan cada día le hieren.
En tiempos de la memoria Poseidón le otorgó la vida. La vida de contornos cotidianos, de colores y aires que son, que existen, porque sus sentidos derrochaban latidos cuando esos contornos eran un fuego incontenible nacido de las más profundas simas del mar. Teseo siempre lo supo. En aquellos días tripuló con insaciable gozo el osado Argos, y su sonrisa desafiaba tiempos, dioses y cielos. Ni el feroz Sinis ni el hermoso Procuste pudieron borrar aquellos desafiantes gestos, aquella deslumbrante mirada de blancos y marinos reflejos rebosante. Siquiera la mágica Elefsina del Gran Adriano consiguió detener sus huellas. En aquellos días era el hijo de un dios mayor, y ante sus pasos temblaba el destino, se deshacía la levedad y los horizontes se construían de la espuma más brillante y viva que jamás haya mostrado el mar. En aquello días, antes del Minotauro, Teseo tenía vida, era el hijo de un dios.
El Minotauro, el Minotauro y su Laberinto. Recuerda ese instante en el que su vida pendía del generoso hilo, del hilo de sus sueños. Y fueron tenaces, tan tenaces como insuficientes sabe ahora.
En realidad, fue ese Minotauro del Laberinto que le habitaba el que le condujo, quien con magia de palabras trenzadas urdió sus pasos y afianzó sus huellas. Ninguna Ariadna estuvo allí en el mediodía henchido de una Creta perpetuada en intrincadas calles de costumbres por un sol de siglos endurecidas. Con la poderosa maza de Perifetes allí golpeó una y otra vez su Minotauro, llenando de muerte, vaciando de vida, demoliendo el Laberinto.
Y como en la leve y perdida Mysea, tras las aplastantes calles arruinadas, sólo el mar confundió a sus ojos con el cálido refugio de un sueño en magia de palabras trenzado. Huye en quiméricos pasos sobre la estela de ese recio hilo. Huye, y el Egeo no consigue lavar el polvo que atenaza sus manos, la niebla que coagula sus ojos. Huye en vano del cursar en los relojes del viejo e imbatible Hades. Huye de tanta destrucción sólo para alcanzar otras ruinas, sólo para hacer propia a una ajada Atenas doblegada por el tiempo.
Allí aún reina. Sobre el acantilado de sus restos, envuelto en los negros y olvidados velámenes ahora vacíos de viento, contempla Teseo un horizonte ya borrado. A esa hora en que la espuma se viste de plata siempre recuerda que un día de un tiempo medido en veces, cuando los latidos eran, se arrojó en brazos de las aguas para siempre dormir sus profundidades. A esa hora grande de luna, como cada día de su memoria, con inquebrantable voluntad se enfrenta Teseo a su eterna elección: o las desoladas calles de Atenas… o el sueño del Mar. Es tan fácil eso, tanto en eso… Teseo ninguna noche duda.
Moraleja:
Debe tener cuidado el osado caminante, pues tomar aquello que las huellas nos descubren es libre ejercicio, pero recibir de lo tomado comporta una voluntad ajena a nuestras manos. Y como en una marina ola, aquello que con su inusitado brillo nos alcanza y colma nuestros sentidos, al retirarse, en la levedad de su condición de huida, sólo dolorosas gotas deje en nuestra mirada.
Aunque quizá podría ser más extraordinario dejar que se quiebre la endurecida heredad. No podremos preguntarle al poderoso Teseo, hace ya tiempo duerme los sueños del mar.
“Llueve en el Mar
Al Mar lo que es del Mar
y que se seque la heredad”
Octavio Paz
El hijo de la lavandera
Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia.
Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.
Ana Mª Matute (Los niños tontos)
Un pequeño cuartito
Se cuenta que en un remoto y deshabitado lugar, vivía un hombre que un día descubrió una grieta en su corazón. Nuestro preocupado amigo no sabía cómo podía haberle ocurrido algo así, a él, que hacía tiempo se había olvidado de tan inútil órgano dado su incierto uso. Acostumbrado a prescindir de él, pensaba que tanto calor y luz allí adentro no podía ser cosa buena, algo se lo decía desde sus recuerdos, y que debía encontrar una rápida solución para resolver aquel extraño inconveniente.
Nuestro hombre gustaba de entretener sus artes manuales con cualquier asunto que le consumiese los tiempos. Así pues, con todo su empeño, armado de sus artes y de los escasos materiales que en tan remoto lugar consiguió reunir, a esa tarea se encomendó. Recomponer su maltrecho corazón.
Lo primero era el análisis de situación, así que al corazón se dirigió, y no sin cierto temor tras sus prolongados tiempos de ausencia de aquellos espacios. Cuando entró en él, se encontró en una estancia olvidada, apenas una vaguedad de la memoria, pequeña, como un destartalado cuartito, pensó. La luz entraba sin permiso y sin perdón, revelando la escasez de acomodo y las grises capas de tiempo acumulado. Lo primero, se dijo, reparar esta grieta, tanta luz hace daño.
Con el problema ya algo más claro, la primera urgencia eran los materiales necesarios para realizar la tarea. Así, buscó y rebuscó entre sus pobres haberes hasta que poco a poco fue reuniendo todo lo que consideró adecuado para su importante obra. Entre aquellas cosas de sus días encontró un colmado saco de tristeza, un buen balde a rebosar de lágrimas, algunas pasiones que aún sobrevivían en su propio calor, una pequeña cajita de ilusiones y esperanzas y, sobre todo, mucho dolor. Pensó que aquello era más que suficiente para acometer su proyecto.
Con el colmado saco de tristeza y parte del balde de lágrimas elaboró tan espesa argamasa que hasta él quedó sorprendido de la solidez conseguida, de cómo aquella masa se agarraba a las paredes de la maltrecha carne impidiendo la entrada de la hiriente luz. No obstante, nuestro hombre, que era persona precavida y gustaba de resolver bien sus asuntos, decidió que sería acertado reforzar todas las paredes desde el interior, no fuese que aquello de la grieta se repitiese. Con el fuego de sus pasiones abrasó la ya oscura pared, que gris y dura quedó, como la piedra que sin duda en el futuro debería ser. No contento aún, después varias capas de duro dolor le dio para impermeabilizarlo y garantizar un duradero acabado, y todo el que sobró lo guardó por si el tiempo reclamaba algún nuevo apaño. Para acabar, y pensando que quizás quedaría bien algún matiz de ligero color, con las lágrimas restantes y la cajita de ilusiones y esperanzas una pintura fabricó, diluida y escasa, y que apenas le llegó, tanta era la sed que parecía tener aquella piedra.
El resultado fue asombroso. Al menos eso pensaba nuestro hombre, que orgulloso de su labor se preguntaba si no merecería la pena decorar un poco aquella pequeña estancia, quizá hasta pudiese utilizarla en días por venir.
Volvió a buscar entre sus enseres, quizá pudiese reaprovechar alguna de aquellas cosas que atesoraba. Conforme iba separando algunas de ellas, una sonrisa se dibujaba en su rostro, no sabemos si por la memoria que alimentaban aquellos objetos o por la satisfacción de encontrarles de nuevo utilidad. Esta vez eligió una buena caja de besos y suaves caricias sin usar, un puñadito de deseos, su álbum de miradas, un diario de coloridas palabras, algo de sólida ingenuidad, una telita de calidez, y montones de amor. ¿De dónde habría salido tanto amor?, se preguntaba. Ya casi se disponía a continuar su trabajo cuando encontró algo insólito, un pequeñito trozo de alegría. ¿De dónde habría salido?, no lo recordaba.
Con todas estas cosas se decidió primero por fabricar un cómodo silloncito, para ello la caja de besos y suaves caricias sería ideal. Lo pondría en el rinconcito del fondo que parecía el más cálido, y añadiría un ramillete de deseos para que resultase más acogedor, su rinconcito de sueños. Era una pena que los deseos estuviesen cerrados, nunca habían florecido. Quizá si los regaba con alguna de las lágrimas que aún sobraban puede que alguno abriese. Sí, quizás después probaría. ¿Cómo será la flor de un deseo? ¿Azul? A nuestro hombre siempre le había gustado el azul.
Acto seguido, desarmó el álbum de miradas conseguidas y conformó un mosaico con ellas, hasta la última, y con el trocito de alegría lo pulió una y otra vez hasta que el trocito se agotó. El resultado fue un extraordinario espejo de color miel que colgó en la pared frente a la puerta. Se extrañó, pues en algo parecía se había equivocado, el espejo lo reflejaba todo menos a él, ¿por qué? Pensó que más tarde debería repararlo, aunque no sabía cómo.
Animado por los resultados, tejió una tupida alfombra con todas las palabras de su diario. Blancas, rojas, azules y verdes, ninguna de ellas era negra. Muchas tenía y todas las empleó para que resultase acogedora. El resultado le emocionó, pues cuando en ella se dejaba caer, alguna de esas palabras, las más libres y leves, se soltaban en una suerte de suaves notas que se colgaban del aire. Tras colocarla a los pies del silloncito, y para alegrar el rinconcito, hizo una pequeña lámpara de dorada y tenue luz alimentada con amor, para las noches. Pensó que con tanto amor como le sobraba no tendría problema, seguro duraría más que el propio sol.
Y así llegó a su obra más preciada, de sólida ingenuidad el cuerpo, la telita de calidez en su interior y con algunas lágrimas sobrantes para guarnecerlo, un joyerito, pequeño pero hermoso, pensó. Dentro guardó sus cosas más preciadas, las que siempre llevaba en sus bolsillos. Un joyerito sin joyas pero lleno de tesoros. Se le escapó otra sonrisa.
Y así, añadiendo aquí y allá algún verso de algún tiempo, unas canciones prendidas en la memoria, una guitarra que había perdido la voz, sus libros para el rincón de ensueño y hasta lápiz y papel de algodón, nuestro hombre dio por concluida la tarea, su corazón ya estaba reparado. Y hasta tenía un nuevo uso, un espacio sólo para él, su pequeño cuartito lo llamó, un lugar para vivir.
Cuando un caminante vaga por aquellos lugares remotos y deshabitados nada encuentra, ninguna señal de nuestro hombre, lo que siempre ha arrojado serias dudas en relación a la veracidad de esta historia. Sin embargo, cuentan los viejos del lugar que hay algunos de esos caminantes que al pasar la noche al abrigo de una roca gris, creyeron sentir, más que oír, unas notas sostenidas en el aire que parecían venir del interior de la roca. Pero al comprobar la roca en la mañana vieron que era sólo eso, una sólida roca gris.
Moraleja:
Más allá de su valor literario, dudoso en este caso, es obligación de todo cuento que se precie, dejarnos una moraleja. La de éste es imprecisa sin embargo, y sólo el lector podrá adivinarla buscando en sus enseres, en sus tesoros más preciados. Quizá así, el propio lector hasta pueda aventurar una nueva forma del cuento, e incluso aportar datos en relación a la veracidad del mismo.
Zobeida (Las ciudades invisibles)
Hacia allí, después de seis días y seis noches, el hombre llega a Zobeida, ciudad blanca, bien expuesta a la luna, con calles que giran sobre sí mismas como un ovillo.
Esto se cuenta de su fundación: hombres de naciones diversas tuvieron un sueño igual, vieron una mujer que corría de noche por una ciudad desconocida, la vieron de espaldas, con el pelo largo, y estaba desnuda. Soñaron que la seguían. A fuerza de vueltas todos la perdieron. Tras el sueño, se pusieron a buscar esa ciudad; la ciudad, nunca la encontraron, pero se encontraron unos a otros; decidieron construir una ciudad como la del sueño. Para trazar las calles, cada uno siguió el curso de la persecución; en el punto en que habían perdido la pista de la fugitiva, dispusieron espacios y muros diferentes a los del sueño, para que ella no pudiera escapar de nuevo.
Esta fue la ciudad de Zobeida donde se establecieron esperando que una noche se repitiese aquella escena. Ninguno de ellos, ni en el sueño ni en la vigilia, vio nunca más a la mujer. Las calles de la ciudad eran aquellas por las que iban al trabajo todos los días, sin ninguna relación ya con la persecución soñada. Que por lo demás estaba olvidada hacía tiempo.
Nuevos hombres llegaron de otros piases, que habían tenido un sueño como el de ellos, y en la ciudad de Zobeida reconocían algo de las calles del sueño, y cambiaban de lugar galerías y escaleras para que se parecieran más al camino de la mujer perseguida y para que en el punto donde había desaparecido no le quedara modo de escapar.
Los que habían llegado primero no entendían qué era lo que atraía a esa gente a Zobeida, a esa fea ciudad, a esa trampa.
Italo Calvino (Las ciudades invisibles)
Cincuenta palabras…
La sinrazón de la razón
Su razón la retenía, nada la movía, aunque no vivía. Llegó sin avisar, latido grande, redondo, sol inmenso reventando el pecho. Le buscó en lugares de antes… nada encontró.
Un día recibió una cajita, exacta, pobre, pequeña. Dentro, un ramillete de recuerdos… y los grises sueños rotos… donde él murió.
Autoinvitación a El Reto de Marga… aunque reconozco que yo necesitaría alguna más.
Prometeo y el fuego
Había acertado a caerle sobre las manos, entre sus manos. Allí, acunada en el rudo espacio cóncavo, la pequeña estrella latía con un fuego extraordinario mientras Prometeo se preguntaba cómo aquel tesoro podía haberle elegido a él, qué magia tan intensa poseía ese ángel blanco para que su sangre se desbocase en vertiginosas espirales de vida.
Prometeo no lo sabía, pero había nacido titán, eterno enemigo de los distantes dioses y receptor de grandes poderes. Prometeo no lo sabía. Prometeo se sentía mortal, siempre encadenado a los muros de sus más enraizadas convicciones.
Fuese porque los orgullosos y distantes dioses considerasen que en nada le correspondía tal tesoro, o fuese tal vez simplemente porque sintieron una mezquina e incontenible envidia al verle elevarse en sueños que ellos mismos no habían experimentado nunca y nunca experimentarían… fuese por una causa o fuese por otra, decidieron esos dioses arrebatarle aquel tesoro, sembrar las distancias del tiempo inmisericorde, someterle a un cruel castigo. Y así, encadenáronle a las frías montañas del Cáucaso, donde el sol es sólo vago espejismo en la memoria, donde el tiempo hiere con esquirlas de hielo que se esconden en la misma carne, donde hasta la sombra más osada y fiel abandona a su dueño.
Las artes de Hefesto allí lo clavaron a la dura roca por tiempos insondables. Y si la noche era eterna y fría, la mañana era aún más cruel y aterradora, pues ordenó el mismo Zeus que con la fuga de la última estrella, la más brillante, la que aún mantenía un rescoldo en el alma de Prometeo, la que le recordaba aquel fuego que una vez habitó entre sus manos… con la fuga de esa estrella, las poderosas águilas de aquellas inhóspitas y solitarias cumbres le devorasen el alma.
Bien sabía Zeus de la condición inmortal de los titanes. Bien sabía Zeus que tras ese horror, el alma volvería a regenerarse devolviendo al infeliz Prometeo a otra noche de oscuridad, a otro día de pavor, al continuo y terrible frío.
Pero los dioses nunca han confiado en los titanes, nunca han llegado a interesarse por ellos, a conocer las extraordinarias virtudes y poderes que los habitan. Entre esos poderes, casi siempre enterrados por las texturas más inmediatas, olvidados, imperceptibles para ellos mismos, entre esos poderes se encuentra la esperanza que alimenta los latidos, la tenacidad que alimenta los sueños.
Fue así que Prometeo soportó por incontables tiempos el cruel castigo, hasta que un día las cadenas de Hefesto fueron insuficientes para contenerle y quedó liberado. Aun con calzado de miedos y escaso equipaje de ilusiones, poderoso se sintió Prometeo aquel día. Y desde entonces, como viento pleno de esperanza, como flecha lanzada por el mismísimo Orión, recorre veloz Prometeo los cielos del tiempo buscando, sabiendo que si aquella increíble estrella una vez se posó en él, si una vez el extraordinario fuego habitó sus manos, no hay dios alguno que pueda evitar que ocurra una segunda vez. Porque él, Prometeo, es un titán, porque en él, para siempre, habitará un extraordinario fuego.
Moraleja:
Es obligación del apasionado lector, del caminante de palabras, buscar entre sus enseres la moraleja que todo cuento arroja. Mira tú, caminante, ¿cuál es tu calzado?, ¿cuál el contenido de tu equipaje?, ¿cuál el fuego que habita el cuenco de tus manos?
Arde el tiempo fantasma:
arde el ayer, el hoy se quema y el mañana.
Todo lo que soñé dura un minuto
y es un minuto todo lo vivido.
Pero no importan siglos o minutos:
también el tiempo de la estrella es tiempo,
gota de sangre o fuego: parpadeo.
Octavio Paz